Miedo a la verdad

Achacar al miedo a la verdad el ominoso silencio que en esta ciudad, Salamanca, se cierne cada día con más evidencia sobre la mezquina realidad social, cultural, educativa y hasta moral que la caracterizan hoy, tal vez sea simplificar en exceso las causas de los estremecedores efectos que la prolongada desatención con que hace mucho tiempo los habitantes de la ciudad y las autoridades que la han venido desasistiendo han decidido respecto a su futuro, han convertido la otrora normalidad provinciana de Salamanca en crisol del abandono, la pereza y tal pueril conformismo de sus vecinos, que su autodesdén ya está siendo apellidado extramuros.

Cual bandada de gritonas avecillas a las que sus mismos trinos impiden oír ni el reproche ni la crítica, aquí existe un coro de autosatisfechos con la medianía y cómodos en el proceso agonizante de la ciudad, que, ora mediante encendidas loas a la piedra, al atardecer, al hornazo o al cristo de lo que sea, ora exhibiendo supuestas habilidades técnicas fotográficas, pictóricas e incluso poéticas dedicadas a ensalzar crepúsculos, esquinas, santones o fachadas, o incluso inmersos en una loca carrera de alabanzas al santo, a la santa, a la esquina, al cofrade o al farinato, han convertido la inmensa mayoría de las manifestaciones públicas en rosario de nadería, templo de una subjetividad rayana en la altanería y, por supuesto, un cri-crí de vanidosa altivez, no menos pedante que mediocre y en sí mismo agotado.

El imparable éxodo de los jóvenes imposibilitados siquiera de sustentar un futuro presentable para sí y para su ciudad, a nadie importa; la conversión en botellódromo y drogódromo de los quinientos kilómetros a la redonda de una ciudad mingitorio tres días por semana, todavía se envilece más al calificar de 'ambiente' y de 'animación' la pura desidia, el vómito y el vocerío; la al parecer para nadie preocupante desaparición progresiva del minúsculo tejido seudoindustrial y comercial que anteayer simulaba siquiera iluminación en las aceras y algún empleado madrugador, y cuya única solución fue la propuesta de poner bombillas en los escaparates vacíos y aprovechar los solares abandonados para comer el hornazo, diríase que hasta a algunos reconforta; el conformismo viejuno y casposo de la repetición falsamente tradicional y sin ningún afán renovador de eventos, ferias, festivales, festejos, bailes y comilonas, los convierten a todos ellos en tediosos, aburridos, inútiles, esperpénticos y, muchas veces, indignantes celebraciones de la paletez; el endiosamiento del, por otra parte muy mejorable, sector hostelero, provoca verdadera vergüenza cuando quiere travestirse de industria creciente, sustento económico o vanguardia emprendedora; la molicie mental que genera aquí un rechazo cuasi genético hacia lo novedoso y lo arriesgado, convierte también en achacosa anciana la otrora tal vez virtud de la demanda cultural, convertida ahora en dame-dame prórrogas televisivas; la desgana cultural y el repetido 'no' como umbral a cualquier propuesta, idea o proyecto, catapultan hacia otros lares cualquier atisbo de imaginación; y, por fin, la consagración de las graduaciones de cualquier grado como bodorrios masivos de puestas de largo de jóvenes pre-emigrantes y la pervivencia de los árboles genealógicos en ciertas administraciones, constituyen el santo y seña de la centrípeta y eterna mirada de ombligo salmantina, además de la ya aceptada endogamia universitaria y la inveterada costumbre de dejar que pase el tiempo. Todo eso, y más y más del mismo tenor, hacen que el miedo a la verdad sea, al fin y al cabo, lo de menos.