Se cumplen cincuenta años del trabajoso rescate del Amethyst
El primer día de febrero de 1974, el navío griego Amethyst encalló en la Foz do Douro, en Oporto.
Se trataba de un gran mercante, de 142 metros de eslora, cargado con tres mil toneladas de maíz, que esperaba órdenes para entrar en el Puerto de Leixões.
Esa madrugada del 1 de febrero de 1974, una de las habituales tempestades que azotan en invierno la costa portuguesa, arrastró al Amethyst hacia las rocas de la Praia do Molhe, poco más de dos millas al sur del puerto.
Con la virulencia del mar y las dimensiones del barco, se temió que la vida de las veinticuatro personas que iban a bordo se perdiese, junto con la carga y el propio navío.
Se cumplen ahora cincuenta años de uno de los naufragios señalados en la memoria del litoral portuense.
Sin minusvalorar en ningún momento la agresividad del temporal, el comandante del Amethyst había reaccionado pronta y eficazmente, avisando simultáneamente al Puerto de Leixões y a todas las autoridades marítimas y de seguridad de la zona sobre el peligro que se avecinaba, por la proximidad de las rocas.
En ese momento, previo al amanecer, un revocador efectuó una primera tentativa de salvamento, pero la furia del mar no le permitió acercarse al barco. Mientras tanto, habían llegado a la playa bomberos de Oporto, Matosinhos, Leça da Palmeira y Leixões, además de una unidad de hombres rana y miembros de la Marina Portuguesa.
Al poco rato, también cientos de habitantes de la Foz do Douro se concentraron en el arenal, no por habituados a estas vivencias menos curiosos, listos también para la ayuda, y para asistir con calma tensa el devenir de los acontecimientos. Al final, acabarían por ser decisivos en la resolución de este escollo.
En un corto espacio de tiempo, tal como se preveía, el carguero encalló en las rocas. Las condiciones del mar y las piedras hacían difícil el rescate de la tripulación. Complicado acercarse al barco y complicado sacar a las personas sin herirlas. El fuerte viento desaconsejaba la intervención de un helicóptero.
El tiempo pasaba. Era vital establecer la unión entre tierra y el navío, para lo que se utilizó un lanza cabos, pero cada vez que era disparado, el cabo era desviado por el viento en otras direcciones. Así se sucedieron varios intentos.
Al fin, un lanzamiento resultó definitivo, y se consiguió conectar la cuerda firmemente a la embarcación, mientras ésta era vapuleada con violencia por el mar, para angustia de los tripulantes, que amontonados en la cubierta aguantaban con las olas pasándoles por encima.
Con todo, el cabo vaivén era la esperanza que sujetaba el buque a tierra. Sus ocupantes se prepararon para la operación de salvamento, dejando la cubierta para apiñarse en una de las bodegas de popa.
Pasadas las 10 de la mañana, se inició el proceso de auxilio, utilizando como método una boya de calzón, que sería conducida hasta el barco por un buzo.
Un submarinista en solitario asumía ahora toda la responsabilidad de la operación, procediendo a evacuar uno por uno a todos los tripulantes del barco. El primero fue un maquinista, que llegó a tierra en la cesta de la boya, con una niña de cuatro años en brazos, hija de su superior.
La fuerza colectiva de los ciudadanos que estaban en la playa sirvió para tirar de la amarra, ayudando a los bomberos a asegurar la estabilidad de los largos metros de cabo, para que el cesto con cada náufrago llegase a tierra firme, sin chocar contra las rocas, y evitando que se adentrase en el mar llevado por ímpetu del viento.
Uno tras otro, todos fueron llegando a la orilla sin ningún contratiempo, hasta que pisó la playa el comandante, el último en dejar el barco. La operación había sido un éxito. Se había salvado la vida de los veintidós miembros de la tripulación más la mujer y la hija del jefe de máquinas, que viajaban en el barco. Todos llegaron en buenas condiciones, sin requerir especial atención médica, por lo que fueron conducidos hasta el cercano hotel Boa Vista.
El del Amethyst fue un naufragio que, a pesar de las pérdidas materiales, acabó bien, tras largas horas de trabajo arduo de los servicios de emergencias, en el que fue relevante la ayuda de la población. El sistema implementado se reveló perfectamente útil y adaptado a las circunstancias, con la boya de cesto presa a una polea que se deslizaba por la guía del cabo, movida gracias al tino de los bomberos y de las personas que acudieron al rescate.
Recuperar la carga, el combustible o, incluso, el propio navío, era menos probable, dado que estaba encima de las rocas y con varias brechas en su casco.
Presentaba un agujero en la bodega de estribor, por el que fueron saliendo a la playa toneladas de maíz. En los días sucesivos, tanto en la Praia do Molhe como en las playas vecinas, se pudo ver a una multitud de personas llenando sacos. Los alrededores de Oporto aún eran bastante agrícolas y esa mercancía resultaba muy útil.
En cuanto el tiempo mejoró, el comandante y el subcomandante regresaron a bordo, acompañados por inspectores de la autoridad marítima. Revisaron el estado del navío, estudiando la manera de extraer el combustible, para evitar contaminar la playa. Fue posible bombear el fuel de algunos tanques, pero parte se había solidificado por las bajas temperaturas, por lo que se tuvo que aplicar un disolvente.
Algunos miembros del personal, acompañados por los bomberos, pudieron también regresar para recuperar pertenencias personales, utilizando el mismo sistema de cabos, caminando por las rocas.
Días más tarde, otro temporal hizo que el Amethyst se partiese en dos. Hasta su demolición, los restos del barco varado fueron el aliciente en las aventuras playeras de niños y jóvenes de la Foz do Douro.
Uno de esos adolescentes era Armindo Nogueira da Silva, que pasaba sus días en estas playas, donde aprendió a nadar con seis años, siguiendo las instrucciones de un gran monitor, otro niño, amigo suyo, de siete años.
Tiempo más tarde, Nogueira da Silva se hizo farero. Ahora está jubilado, pero nunca dejará de ser farero. Nacido en Lordelo do Ouro, entre la Foz y el centro de Oporto, vivió una niñez y una juventud al aire libre, en la tierra y en el mar del norte de Portugal, entre huertos y pinares, el rompeolas, las rocas, la arena y el Castelo do Queijo.
Foz do Douro es hoy uno de los barrios más caros y exclusivos de Oporto, donde se mezclan los restaurantes de estrella Michelin y los edificios residenciales de arquitectura moderna, con el pintoresquismo de los establecimientos de toda la vida, las casas señoriales de la Avenida do Brasil y las angostas calles de la Foz Velha.
Hace sólo cinco décadas, cuando se produjo el naufragio del carguero del maíz, Foz do Douro tenía aún mucho de pueblo, a seis kilómetros de Oporto, rodeado por la huerta y el mar.
Este relato, que forma parte de la serie Historias de la Costa Portuguesa, ha sido construido según el testimonio trasmitido a este medio por Armindo Nogueira da Silva, que trabajó durante 37 años en faros de todo el litoral portugués y será farero para toda la vida.
Próximamente, en HISTORIAS DE LA COSTA PORTUGUESA de esta sección PORTUGAL, Memorias de un Farero (III).
Otros artículos de la serie Historias de la Costa Portuguesa:
Cementerio inglés de Serra do Bouro: una historia portuguesa de navíos y tempestades.