El primer día

Miro y remiro a lo largo de esta larga vida y no doy con mi primer catorce de noviembre, con el que comencé mi historia. No sé si a vosotros os ha pasado lo mismo. Seguro que sí. Cierto que yo, entonces, estaría entretenido buscando con la boca abierta, igual que un pajarillo en su nido al sentir el aleteo de la madre alondra, y, posiblemente, recreado en esa ansiedad, me impida recordar cómo fue el primer 14 de noviembre de mi vida. Casi me lo puedo imaginar, pues, esta tarde, cuando bajaba en el ascensor, una madre esperaba su llegada con su niño, recién nacido, acurrucado en su coche, que buscaba también con la boca abierta, probablemente, el pezón de la madre. Y este niño, cuando sea grande, tampoco se va a recordar de cómo fue el primer día en el que llegó a este mundo. Y no me va tener a mí para contárselo.

Y a medida que pasa un año tras otro, intento engañarme de que no pasa el tiempo, que soy el mismo cada mañana, cada tarde, cada noche, cada año, pero no es así, porque cada año las piernas se van enflaqueciendo, el corazón desacelerando su ritmo, el pulso perdiendo sus destrezas y la mirada empañándose con la niebla de la rutina. Lo intento disimular, anunciando que yo no cumplo años, que solo los conmemoro, pero no es así: los años pasan, como todo lo que nos rodea.

Dice que es bueno cumplir años, porque la salud te permite estirar los días, te llueven los parabienes, así como vuestro grito de ánimo.

En cambio, a pesar de un buen día de cumpleaños, estoy un poco triste, porque, sentado en el poyo de la puerta de mi vida, después de trochar tantos mundos, me duele observar esta sociedad nuestra tan deshumanizada, tan irrespetuosa y tan descafeinada de valores