Europa

Para muchos de mi generación es una palabra sonora que durante años tuvo una indudable capacidad de convocatoria. Era un reclamo que portaba, tras su enunciación, una gama variada de significados. Un clarín por el que nos poníamos en fila para intentar acceder a lo que sabíamos que no era una utopía. Junto con otros términos, dentro de los que posiblemente solo el de democracia se podría poner a su altura, componía una sinfonía variopinta en la que su armonía se alzaba vigorosa. Además, conjugaba a la perfección con otros verbos: ser Europ(eo)a, hacer Europa, amar (a) Europa. Un esfuerzo colectivo articulado sobre los hombros de muchos con un objetivo común de paz, bienestar y decencia, armado sobre los resortes de la tolerancia, el pluralismo, la libertad, la igualdad y la solidaridad.

Hoy, como ocurre con los señuelos de la juventud, la mirada se vuelve ácida y la madurez intelectual lleva a proferir con facilidad aquellas palabras, referidas a otro contexto, de "no es eso". A la frustración de no alcanzar el sueño pergeñado se le une la culpa de los males que acontecen. De esta manera se dan cita una letanía de desengaños que se construyen sobre el imperio de los mercados frente a los ciudadanos, la lejanía de los euro burócratas de la sociedad, la insensibilidad de las políticas macro dictadas en Bruselas, el liderazgo orgulloso e inclemente de los países más desarrollados (y de sus elites), en fin, la incomprensión de un proyecto alambicado carente de empatía con la mayoría de la gente e incapaz de proyectar la voz de Europa en el mundo.

Estoy en Oxford, un lugar donde reclamar la europeidad no es especialmente sencillo. Al hecho de seguir manteniendo fuertes señas de identidad vernácula que van desde el uso de la libra esterlina a la conducción por la izquierda, pasando por los grados Fahrenheit, se le suma el fuerte antieuropeismo que siempre estuvo presente en el país y que se ha incrementado notablemente, de manera que es probable que las elecciones europeas de dentro de dos semanas contemplen que, por primera vez en la historia, ninguno de los tres partidos tradicionales (conservador, laborista y liberal) gane los comicios. Sin embargo, eso no es óbice para que no deje de hacer una profesión no tanto de fe sino de compromiso europeo. De reivindicación de un espacio plural, valedor de los derechos humanos, de apoyo y protección mutua, de predominio de lo social frente al puro rédito económico, y de valoración de lo público frente al egoísmo de lo privado.