Las niñas

Hace dos semanas María me llamaba desde su habitación para mostrarme su obra de arte. Había arrancado las páginas de varios mini cuentos y, con saliva, las había pegado en la pared a modo de mosaico. El castigo ha sido un mes sin cuento antes de dormir. Ya sólo le quedan quince días. Me temo que le da igual.

Esta semana María ha pintado la pared. Ha dibujado una mano y ha decorado la habitación amarilla de los juguetes con unas cuantas rayas de rotulador azul. El cabreo ha sido monumental, y se lo hemos hecho saber, pero creo que tampoco ha servido para nada. En esta ocasión la hemos castigado dos semanas sin pintar en casa. Y le hemos requisado el regalo que le había traído su tía: un kit para pintar y dibujar sus propios cuentos. Parece que tampoco le ha afectado mucho. Los dos castigos concluyen el mismo día. Justo antes de mi enésima partida a las áfricas. María tiene cuatro años y una hermana, Lucía, que va a cumplir dos.

Sé que lo de mi hija mayor es muy habitual, sé que no hay que tomarse las cosas tan a la tremenda. Sé que sólo tiene cuatro años y que no hay que exagerar con los castigos, que han de ser proporcionados a la falta y, sobre todo, que tienen que servir para que ella se dé cuenta de lo que está bien y lo que no. Todo esto lo sé. Lo sabemos. Pero cuando te pilla después de todo un día de trabajo, con el cansancio acumulado de la jornada, con la pequeña llora que te llora porque quiere estar en brazos, con la cena por hacer, la ropa tendida sin recoger, tu madre quejándose al teléfono porque no la llamas y los amigos sin hijos mandándote mensajes por wasá para ver qué hacéis el fin de semana? pues entonces, supongo, la condena por ser un mal padre se podrá atenuar.

Hoy llevamos a María al dentista. Le ha salido una caries en una muela por los zumos y los batidos. Empieza pronto la pobre. Esto no es un castigo y sé que lo va a pasar fatal. No me gusta verla llorar cuando es de verdad. Me temo que los dos, otra vez, lo vamos a pasar peor que mal.