Viernes, 05 de diciembre de 2025
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Nada sobre playeras, ni bañadores, ni gafas de sol
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Nada sobre playeras, ni bañadores, ni gafas de sol

Actualizado 01/11/2025 09:17

Me ha sucedido lo que mismo que con Zhu Xi, Cao Xueqin, Wu Cheng’en, Li Qingzhao, etc., o, para que ustedes entiendan, en términos latinos, con Francisco Colonna, Enrique de Villena, Manuel Rodríguez Herrero, etc.

El Siglo de Oro se lee, o se aprecia en los corrales, bajo un estado de ánimo específico. En poesía, así sucede. No se puede degustar la obra si no nos encontramos inmersos en un temperamento particular. En el alma, afirman los filósofos, no faltan las estancias donde se celebran esas liturgias letraheridas, en concordancia con lo que sucede afuera con la palabra oral o escrita. El Siglo de Oro —para quienes no saben de literatura—, ocurrió en el siglo dieciséis de nuestra era.

Si lo anterior lo hemos dicho para el aprecio (consumo) de esa literatura, cuánto más, o cuánto menos, no podríamos argumentar para el hecho de la creación; es decir, para el estado de ánimo —del ser, decíamos arriba— durante el trance de la creación. Supongo que para sentir lo que yo he sentido con algunos sonetos (no el atribuido a no sé cuántos autores, que inicia «No me mueve, mi Dios, para quererte», ni otro sobre almenas, celadas, alboradas), la autora o el autor, al componerlos, debió experimentar el trance comunicado.

Estas consideraciones, evidentemente, nos llevan a señalar un modo de sentir compartido, un tejido humano cifrado en una clave en común, un entendimiento tácito, que da por hecho lo hecho y por exento lo exento. Probablemente, la palabra que describiría tal panorama sería el ethos, pero como nosotros no somos filósofos la omitimos. En aquellos momentos de los Siglos de Oro, el imperio español extendía la espada hasta América, para ensartar un pincho de proporciones continentales.

Un día allá en Salamanca escuché una historia. Me la contó —o nos la dijo, si éramos tres quienes caminábamos por la Rúa Mayor— una amistad latinoamericana. Ella no leía poesía, porque la hacía llorar. Cada vez que por azares del destino llegaba a sus manos un libro de poesía se enfrentaba a un dilema. No sabía si declinarlo o acogerlo. Comenzaba por la portada, la contraportada, examinaba el lomo, la calidad de la pasta, miraba, si acaso, la página legal, el ISBN. En ese momento, comenzaba el problema. La palabra “índice” la hacía estremecerse. Intuía el contenido. Cerraba el libro de golpe.

No resistía las ganas de llorar. Era una amante de la poesía, que un buen, o mal, día decidió (no consiguió seguir haciéndolo, por más que lo intentó reiteradas veces) dejar de leer. Los pájaros de la Rúa Mayor volaban bajo, como si fueran de condición norteamericana buscando peces en torno a Venezuela, los sentíamos rozar el ala. Yo había entrado al estanco a comprar unos sellos postales. Cuando alcancé a mis amistades —éramos tres, sí—, la encontré llorando. No quise preguntar qué pasaba. Ellas me refirieron la historia. Yo escondí bajo la americana a mi Claudio Rodríguez.

Llegados a este párrafo, me resulta necesario abrir un paréntesis. Como ustedes, lectores, no se encuentran de este lado de la pantalla no han podido ver lo que referiré a continuación. Dejemos a las tres personas de la Rúa Mayor seguir caminando, en dirección al busto del Maestro Salinas, donde el camino se bifurca. No comentemos nada de su rumbo por Serranos, o por ahí mismo por la Rúa Mayor hasta llegar a la catedral, por ahora. Tampoco digamos nada del mar que se intuye allende las calles de Tentenecio y el Expolio, donde irriga el cauce de la ciudad no un mar, sino un río, y muy famoso, por cierto, al menos para quienes han padecido la fortuna de leer El lazarillo de Tormes. Nosotros asomemos la cabeza por la pantalla, miremos mi teclado, echemos un vistazo a lo que hay acá.

Como ya ha pasado, no han podido apreciar lo que me ha sucedido, pero para eso existe el lenguaje, para comunicar conceptos. Me he llevado una impresión. Había una persona en la ventana del café mirándome escribir. En vano desvió la mirada cuando le eché el laminazo de la mía por el rabillo del ojo. Su rostro tenía una geometría uniforme y segura. Creo que hoy por hoy, más que robar la atención con el iPhone que no tengo se logra por medio del uso de instrumentos analógicos retro, como era mi caso con el cuaderno y la pluma. Al laminazo del rabillo del ojo le sucedió el de la ceja, con su respectiva comunicación de energías.

La joven de una edad madura alisó su cabello al costado, fingió que miraba al perro, o el gato, al otro lado del arbusto. Sacó su iPhone —ella sí llevaba iPhone— y examinó sus labios en el espejo de la funda. Yo seguí escribiendo, como si tampoco la hubiera visto a ella. Cuando recibió una videollamada, alcancé a ver un Ferrari rojo y a un caballero elegante que le pedía estar atenta a un cruce de la avenida una calle adelante. Ella volteó a verme una vez más. Llevaba un imperdible en el ojal de su gabardina. Sacó sus guantes, guardó el teléfono y continuó su camino por la calle del otoño, con la alfombra de las hojas rojas y cafés, esparcidas por el viento. En el cruce de la avenida la recogió el Ferrari.

Cuando el coche giró por la calzada y pasó al otro lado de la calle del café, adiviné lo que pudo haber sido para ella la última imagen de la cafetería iluminada a esas horas de la noche. Probablemente, alcanzó a ver de nuevo, o lo intuyó con la imaginación, al hombre de mediana edad, complexión tirando a robusta, hombros anchos, con la mirada clavada en el cuaderno, arrastrado el bolígrafo en un idioma distinto al chino. El coche se perdió en la oscuridad al final de la avenida, las luces traseras dejaron de brillar. En ese momento, le di un sorbo a mi café y continué escribiendo. Vi que nuestros personajes habían seguido en dirección a la catedral salmantina.

Cuando mis amistades y yo nos despedimos en la calle de Tentenecio, aquella otra tarde años atrás, no recuerdo qué busqué en la americana (¿miré que sí me hubieran dado los sellos?), que di con el libro de Claudio Rodríguez al suelo. Mi amiga lo vio. Yo quise cubrirlo con el suelo de la bota —la poesía la hace llorar, recordemos—. Ella me vio ahora a mí, queriéndome decir que se enteraba de lo que pasaba. Yo no pude ocultarlo. Se veía una esquina. Ella lo recogió. Retiró la tierra de la suela. La musculatura de su rostro se tensó. Cuando recuperó el aliento, me dijo, es poesía… por qué me mentiste, me dijiste que tú no leías poesía. Yo creí lo que me dijiste. No sabía que eras como los demás escritores, que fingen lo que en verdad sienten. Cuando citó a Pessoa, el cielo se Salamanca oscureció, se vio un relámpago, se escuchó un trueno. Las constelaciones se encendieron y a continuación cayeron hechas un mar de lágrimas nada más ahí en la calle de Tentenecio, atrás de la catedral.

Mi amiga me devolvió el libro. Yo le extendí mi pañuelo, con mis iniciales bordadas. La otra persona me dio una palmada y se retiraron juntas bajo el paraguas que nunca vi que llevaran. Yo inspeccioné el libro de nuevo. Me había refugiado a la puerta de un edificio. No era mi Claudio Rodríguez. Era un José María Muñoz Quirós. Cuando doblaron por la calle del Expolio, ambas omitieron verme de nuevo. Solo levantaron la mano diciendo adiós.

A José María Muñoz Quirós, dicho sea de paso, no lo he leído aún, al cabo de tantos años. Me ha sucedido lo que mismo que con Zhu Xi, Cao Xueqin, Wu Cheng’en, Li Qingzhao, etc., o, para que ustedes entiendan, en términos latinos, con Francisco Colonna, Enrique de Villena, Manuel Rodríguez Herrero, etc. Remontándonos casi cuatro décadas atrás, algo parecido me sucedió con un libro que no era Alessandro Baricco. Lo tenía al lado de la cuna junto a otros instrumentos recreativos, la manta, el coche, el biberón. En esa edad dorada, exaltada por el Quijote en otro libro de los buenos, yo todavía sin dientes de leche, o con pocos, me entretenía arrancando las hojas del libro, aventando el volumen contra el enrejado de la cuna, calculando impactarlo con el lomo, para tirar abajo los barrotes y gatear en libertad. Ese libro tampoco leído lo usé para levantarme tres centímetros y alcanzar el auricular del teléfono colgado en la pared, cuando sonó el timbre de la primera llamada que recibí.

Cuando me vi impelido a emitir una impresión sobre el poemario de José María Muñoz Quirós, en tiempos más recientes, al modo de una investigadora no de la Universidad Veracruzana, quien escribe reseñas de libros sin tocarlos, redacté unos renglones sobre Muñoz Quirós, exaltando su rara habilidad para comunicar el misterio escondido detrás de las cosas sencillas, como el vuelo de un pájaro o el manar de una fuente. Supuse que por ser natural de las tierras eucarísticas de Lope de Vega, donde el Fénix de los ingenios repartió otro tipo de comuniones, el vate abulense sabría componer versos al itálico modo; quise creer, probablemente muy a oscuras, que algo del aire de la santa de Gotarrendura habría hecho suyo, siquiera a fuerza de mancillar las amuralladas calles del centro de Ávila, entre verracos y museos, con su andar despreocupado y sereno, propio de las almas generosas y buenas.

El escrito donde inventaba la crítica del poemario de Muñoz Quirós, cuyo título no recuerdo, lo remití por correo electrónico. Animé al público a comprar el volumen siguiente —supuse que habría otro pronto—. Me parece haber agregado, como colofón, que el mundo, tras la lectura del poeta castellano, se torna otro, menos incompleto. Con pocos ripios y menos erratas, Muñoz Quirós comunica una luz distinta, azul, probablemente, auténtica, que nos lleva a creer que no la compone por medio de la inteligencia artificial.

Mi correo electrónico nunca llegó al destinatario. Lo supe en un encuentro de poetas organizado por un abogado de una universidad de prestigio, en una localidad de León. Pero esa es otra historia, como suele decirse en historias cursis como la presente. Emplazaremos a nuestro escaso —como mi cabello— auditorio, o público televidente, si algún día me vuelvo YouTuber, a no perder de vista la entrega siguiente. Ahí veremos cómo, al pagar mi café de 20 yuanes y cerrar el cuaderno, vi en el suelo a la puerta de entrada, iluminado por la precisa luz de un farol fortuito, un guante delicado, elegante, perfumado. Era el guante, quise creer, de la dama de la gabardina, que había dejado tirado no al azar. Para completar la escena romántica, yo saqué el mío y lo dejé a un lado, tocando apenas con el dedo meñique su pulgar.

El inicio sobre los Siglos de Oro lo debemos a la ocasión de haber topado de frente con una nueva colección de los clásicos españoles traducidos al chino, en Nanjing, ciudad donde exhalo dióxido de carbono por motivos laborales. Tomé unas cuantas fotos. Miré el precio. Aquí los libros se pagan con unas cuantas monedas, son baratos, y hermosos. Examiné los títulos traducidos. Maldije mi suerte de no contar con el idioma suficiente para leerlos y redactar una crítica real, no como la de Muñoz Quirós. Solo compré un título que, como podrán imaginar, no fue un Lope. Yo comulgo con Cervantes, aunque no fuera poeta. Borges, me parece haber leído, también se refirió en buenos términos —los que no tuvo para el autor (sic) de La casa verde— hacia Don Quijote y Sancho Panza. Comentarios como el suyo, o el de mi librero mexicano y su cónyuge, o Fernando del Paso, o no sé si también Ernesto de la Peña; quizá, quiero creer, de nuevo con más fe de la que tengo, un Ángel María Garibay habría sido partidario de ese lugar común cervantino. Con la poesía de Ángel María Garibay he llegado a sentir algo parecido a lo del Quijote, que me ha llevado a creer, sin razón alguna, en la libertad. Volviendo con Cervantes, tal vez el libro de título más hermoso que he tenido la fortuna de releer ha sido El sueño caballeresco. De la caballería de papel al sueño real de Don Quijote. Esas lecturas nos llevan a otras regiones del ser.

La última vez que le escribí un correo electrónico a mi amiga de la poesía le hice una sola pregunta. ¿Leíste a Claudio Rodríguez? Ella sí me respondió.

torres_rechy@hotmail.com

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