¿Han percibido que los libros cobran vida?
En la clase del viernes, pude apreciar con claridad lo que todo docente desearía para sus asignaturas (lo digo con una experiencia de más de 10 años de ejercer la profesión docente, desde la Educación Básica y Media Superior en México, hasta la Educación Superior en México y China). En el arco de tiempo de la asignatura que impartí ayer, viernes 5 de septiembre de 2025, la totalidad de la preparación previa, para los contenidos de la clase (PPT, videos, material complementario) se puse de relieve de tal modo que terminó por cubrir el espacio intelectual y material de la clase, desplazándome a mí a un segundo término. Todo lo preparado las horas anteriores habló por sí mismo: el PPT expuso una síntesis comentada de los temas contemplados, los videos añadieron un toque de animación, alguna imagen adicional ayudó a fijar con sus pixeles la semántica abordada en el curso. Yo no tuve que hacer otra cosa más que dejarme guiar por lo diseñado antes, el salón de clases no tuvo que padecer la carga de Juan Angel hablando, tan solo debió atenerse a seguir el rumbo del cauce académico discurriendo por el silencio murmurante del aula. Juan Angel, en ese sentido, desapareció. Nada más quedó de realce la clase misma.
En ocasiones, algo que nos despierta rechazo, no solo en la vida educativa, sino también en el día a día cotidiano, es tener que escuchar a las personas que hablan de sí mismas. Posiblemente, no nos resulte difícil traer a la mente algunos casos. Esas personas no salen de sí mismas, ni dejan de invadir el espacio ajeno, como si el mundo (ficticia extensión de su alma) no dejara de ser el recinto que están destinadas a habitar. Lo que merma en empatía, en casos como los referidos, suelen ser los falsos méritos que acostumbran atribuirse. Crean una realidad en torno suyo que no se empata con sus personas y circunstancias. Añaden sal de más. Le ponen mucha crema a sus tacos. Ellas mismas se ponen salsas. Levantan el cuello de sus camisas. Se aprovechan de la benevolencia ajena. Despiertan sospechas, recelos. La retórica adulterada esconde algo visible. Representan lo contrario de las personas auténticas, que no hacen alarde de lo que no son, ni restan méritos a lo conseguido con trabajo y pérdidas. Estas últimas personas pasan desapercibidas, se confunden con la vida.
Osamu Dazai, autor de Indigno de ser humano, evoca para mí la idea de alguien que a contracorriente brega por sobreponerse a los escollos y seguir en busca de sí mismo. Cuando leí la novela, un par de semanas atrás, pensaba en El conformista, de Alberto Moravia, en la versión cinematográfica dirigida por Bernardo Bertolucci. En los cuatro o cinco días cuando leí la novela, llegué a casa aquí en Nanjing y le eché un ojo a biografías de autores que suelen despertar simpatía en la gente de buena voluntad en busca de una personalidad acabada, redonda. Por decir lo menos, o lo más, abrí las páginas de Poe y Baudelaire en la Enciclopedia Británica. Visité de nuevo espacios conocidos de la literatura japonesa, la de Osamu Dazai, con la ojeada a páginas de autoras y autores conocidos por todas y todos, como Banana Yoshimoto, Haruki Murakami, Yukio Mishima, etc. La impronta dejada por Osamu Dazai en la página estrujada de mi alma me había movido a internarme en un periplo narrativo y lírico con resonancias tan remotas como la del Walt Whitman que leímos en primaria o secundaria. Ese Whitman rimado por J. L. Borges con el verbo en tercera persona del plural “ritman”.
¿Han percibido que los libros cobran vida? Lo digo en el sentido material del término, hablo de la encuadernación, las páginas impresas, el retrato de la o el autor al inicio, el listón del punto de lectura. No me refiero a la idea de que lo contenido entre las páginas, el discurso, se convierta en realidad en nuestro día a día (eso lo venden algunos volúmenes de superación personal, me parece). A mí me sucedió por primera vez con un libro de F. Nietzsche, El origen de la tragedia, creo. Ese libro no extenso, de no muchas páginas, que nunca terminé, colocado en su lugar de la estantería era como una presencia viva, un rumor constante, un murmullo entre dientes bregando por hacerse notar en el espacio físico. Con mi citado J. L. Borges también me ha sucedido en más de una ocasión en el pasado. Sus libros no puedo dejarlos boca abajo, ni mordiendo el ala del escritorio, con una esquina al aire. Ellos requieren un lugar correcto, que guarde una disposición natural con el contenido de sus páginas. La lectura, que en la primavera de la infancia teñía con el aire de su encanto y esperanza el ambiente de los recintos donde me tendía a pasar las hojas de los tomos, devino sin saber cómo en el encuentro con esos seres que de un día a otro cobraron una presencia casi personal.
Con Osamu Dazai, a quien tengo con otros pocos, pero no selectos, libros en una estantería provisional, me sucede lo mismo. Cuando voy llegando a mi domicilio por las noches, al cabo de una larga, extenuante y calurosísima jornada de trabajo en Nanjing, China, desde abajo en la calle siento su presencia en la sexta planta del edificio donde duermo. Como si fuera un felino o un fantasma indefenso, se asoma al aire de la ventana, en espera a que suba. Me pide desde su estantería que lo consulte, que lea cualquier frase al azar, que juegue las suertes virgilianas con su prosa no vendida al precio de la fama. Esto es algo que lo distingue a él de las y los demás. Mientras que las y los escritores de renombre a veces buscan temas que puedan ser productos de venta, como sería el rescate de un personaje femenino de la historia, para lucrar con su uso en la literatura, autores reales como Dazai no buscan publicar libros bellos, ni historias inspiradoras. Ellos saben atenerse a la esfera de sus propias personas, con sus limitaciones, errores, pérdidas. Lejos de hablar de la vida bella, hacen suya con la pluma la vida de verdad, la escancian en una copa que en su día sirvió para beber la última cena. Osamu Dazai nos dice todo lo que nunca fue y deja en suspenso una pregunta retórica que nosotros acaso nunca podamos argumentar.
Abro la puerta de mi piso y Osamu Dazai está ahí, no murmurante como el F. Nietzsche de otro domicilio, ni como el J. L. Borges de otro librero, ni como la poesía de Ángel María Garibay, pero sí palpitante, expectante, alerta. Su lomo negro tachonado de tipos rojos se confunde con la noche encendida de la ciudad. Sus peonias de la portada, emblemáticas de la cultura asiática, exhalan una fragancia desconocida. Osamu Dazai, por si fuera poco, o mucho, ha tenido a bien, o mal, aparecerse también en mi medio digital, con otra edición en español de su novela, en la cuenta de Instagram @mendeleldeloslibros que ha comenzado a seguirme. Su Indigno de ser humano lo subieron hace unas horas.
Las historias de fantasmas y aparecidos —no lo digo por J. L. Borges— pueblan la cantidad de nuestras vigilias y noches de manera constante y a veces inadvertida. El pasado, con su definición de una memoria inexacta y un olvido voluntario, vuelve al presente como un oleaje fuera del control de nuestras manos. Muchas veces no somos quienes supuestamente estamos aquí, sino que encarnamos, o nos separamos, de un recuerdo que tiende a desaparecer como la espuma del mar en la orilla de la playa. Los recuerdos y olvidos de la gente, en las horas del sueño, emergen a una región no representada entrelíneas y entablan una convivencia que podríamos clasificar de verosímil. En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, D. Pedro Cátedra expuso en su Biografía de un libro un criterio científico y, en el sentido más positivo del término, espiritual, para entender lo que es, precisamente, un libro. Aquí no hablamos de especulaciones repentinas, ni pensamientos fortuitos, que tan pronto aparecen como los esparce y desordena el viento —en palabras de Garcilaso de la Vega. El aparato científico, o razonado, que media la concepción y gestación de un libro, por muy lírico o narrativo que sea, reporta la aparición de un ser letraherido, que no resulta irracional clasificar de vivo. Bajo estos parámetros, que seguro no hemos entendido, en principio, porque desconocemos la obra de Enrique de Villena, y después, porque no hemos leído ni escrito tanto como Pedro Cátedra, Pérez Galdós, María Moliner, Cervantes, Sor Juana Inés de la Cruz, Fernando de Rojas, la Latina, ni el Tostado; a pesar de carecer de todo lo que ellos poseen, excepto la cultura china, que quizá nosotros conozcamos en igual proporción a lo que ellos saben juntos, nos atrevemos a insinuar que lo comunicado en la RAE se asemeja a lo que hemos experimentado en carne y entrañas vivas. Los libros tienen una biografía, en virtud de la vida insuflada por la pluma de la, el autor.
Rodearse de libros equivale a rodearse de seres vivos, que acaso resulten más reales que muchas de las personas que topamos día con día. Al otro lado de sus páginas —en alusión clara a los libros de L. Carroll—, se extiende un vasto imperio de personas sencillas y vulnerables. Ahí no mora la fantasía, ni el encanto del oropel y la poma. Ahí no tiene cabida nada que no encuentre una correspondencia perfecta con el mundo real. En eso radica su virtud y compromiso. No altera nada, ni lo deforma. Lo muestra tal cual es. Probablemente por este motivo, cuando le extendí un billete con un poema mío a D. Pedro Cátedra, para que lo mirara, me dijo que no era lógico. Supe, entonces, que la poesía debía ser lógica. Esa lógica, no obstante, no le he entendido sino hasta el día de hoy, cuando llego al edificio donde imparto clases en Nanjing, me cambio la camiseta empapada en el cuarto de baño y me visto con una camisa seca. Cuando estoy de frente a las y los estudiantes, hoy por hoy, veo cómo se enfrentan de manera directa al conocimiento de los libros, los subrayan, los inquieren. Juan Angel ha quedado a un lado. Evito interferir con el conocimiento impartido por el PPT que preparé al cabo de la lectura del libro completo y la redacción de una síntesis sobria. El conocimiento, para surta efecto en nuestras mentes, debe encontrarse limpio, escueto, no adulterado. La sabiduría no grita, ni persuade. La verdad, debido a su natural hechura, no tiene necesidad de hacer otra cosa más que mostrarse a sí misma.
El libro Indigno de ser humano, del autor japonés Osamu Dazai, me lo regaló un amigo mexicano piloto aviador. Un día en el pasado, a propósito de la adquisición de un libro redondo salmantino en miniatura, por parte de la cónyuge de mi librero mexicano, le referí la visión que ha cobrado del mundo, con base en sus reiterados viajes a distintos países. Sí, me respondió. En ese sentido en efecto se trata de una visión redonda. El libro japonés quizá lo leyó en Venezuela, o Estados Unidos, o en el mismo Japón. Para él, como en su día lo señalara Makiza al ritmo del rap chileno de principios de siglo XX, en cierto orden de cosas las divisiones desaparecen y una nueva concordia emerge con su brillo único. Ahora que redacto el último párrafo de mi breve y entuerta columna, la biblioteca del recinto académico que me acoge con su contrato laboral me dispensa un clima que nada tiene que ver con el calorazo de afuera. Los escritorios de madera con sus flexos de una luz nueva, no usada, concentran sobre la superficie la suma de un aprendizaje que eventualmente se convertirá en conocimiento y, quizá, en sabiduría también. El mundo de afuera, a través de estos renglones tambaleantes, puede echarle un vistazo a lo que ocurre aquí. El silencio del espacio, solo lastimado por las patas de las sillas sin protecciones de goma, sostiene en su trance sin sonido el tiempo que discurre por las páginas en blanco de los libros que la mayoría, o minoría, aquí todavía no escribimos. Como Osamu Dazai, o Miguel de Unamuno años antes, ese día no diremos por nuestra cuenta que hemos sido: ese hemos sido lo dirá, sin levantar el tono de la voz, las contadas páginas que habremos escrito. Igual que nosotros fotografiamos el libro de Osamu Dazai en la biblioteca del trabajo, tal vez mañana fotografíen el nuestro en un escritorio marmoleado, con arabescos, en un recinto donde entre una luz similar a la que vimos en Salamanca cuando descalzábamos nuestros pies para entrar en la Biblioteca General Histórica.
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