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Actualizado 11/08/2025 18:38

"Somos un sueño imposible que busca la noche..." MARIO CLAVELL, Somos, bolero.

En su abstrusa cruzada contra la emigración y los inmigrantes (xenofobia canónica podríamos llamarla), el reaccionarismo hispano político, social y, ay, en gran parte “intelectual” y “académico”, aboga porque la integración de los extranjeros debe pasar, necesariamente, por su asunción de “nuestra cultura y nuestras costumbres”. La palabra integración suena como un puente amable entre culturas. Pero ese término se convierte en un eufemismo de algo menos cordial: la imposición de las costumbres, incluso de las que no deberían ser orgullo de nadie, sobre quienes vienen de otros países con formas distintas de ver el mundo.

“Han de integrarse en nuestra cultura y nuestras costumbres”, se repite con insistencia. El problema es que ese “nuestra” se presenta como un paquete indivisible, que incluye desde el idioma y el respeto a la ley —cuestiones razonables y necesarias— hasta la obligación tácita de compartir aficiones que, más que integrar, pueden repeler a cualquiera con sensibilidad ética, ecológica o simplemente distinta.

Las fiestas taurinas, defendidas con fervor en algunos municipios como si fueran patrimonio innegociable. No basta con tolerarlas: en ciertas localidades se presiona a los inmigrantes para que acudan, “para que vean lo que es España de verdad”. Es decir, para que contemplen y, de paso, normalicen el sufrimiento de un animal como espectáculo público, algo que en muchos países está prohibido desde hace décadas.

A esto se suman las cacerías y monterías, presentadas en ambientes rurales como actividad social de prestigio. Se espera que el recién llegado entienda que disparar a un ciervo o a un jabalí es parte de “la tradición” y, en algunos casos, se le invita con orgullo, sin reparar en que para muchas personas —por cultura, religión o convicción personal— matar animales por deporte es inaceptable.

El consumo excesivo de alcohol, omnipresente en celebraciones y actos populares. Las fiestas patronales son sinónimo de noches interminables de botellón, resacas masivas y orgullo etílico, vocerío, ruido y la peor de las malas educaciones. Un extranjero que no beba, sea por decisión propia o por creencias religiosas, pronto descubre que en España no beber puede verse como una rareza, incluso como una auto-marginación.

Gran parte de las fiestas españolas tienen una dependencia religiosa evidente. Da igual que el pueblo entero apenas pise la iglesia el resto del año: cuando llega la romería o la procesión, la asistencia se presenta como un acto casi obligatorio. Lo llaman tradición. Para un inmigrante de otra fe —o para quien no profesa ninguna— la excusa es siempre la misma: “es nuestra cultura; tienes que vivirla”.

A esto se añade, además del atavismo de preponderancia varonil, un machismo estructural incrustado en algunas celebraciones: concursos de belleza en fiestas patronales donde se elige a “la reina” como un trofeo decorativo; peñas y hermandades con roles separados por género; comentarios normalizados que reducen a las mujeres a adornos o acompañantes. O a objetos/objetivos de agresión. Se espera que el recién llegado lo acepte con una sonrisa, en nombre de la tradición.

Cierta parte de la España urbana (la menos cenutria) y parte de la rural (igual) se esfuerzan por repensar sus tradiciones, y la prueba está en los avances tanto en reconocimiento de derechos como en supresión de “tradiciones” vergonzosas en diferentes celebraciones. Pero otra España, la del reaccionarismo fascista y la política de derecha, exige a los recién llegados que se amolden precisamente a aquello que está en decadencia. La integración cultural no puede confundirse con asimilación forzada. Aprender el idioma, comprender las leyes, participar en la vida pública… todo eso es positivo. Pero imponer prácticas cuestionables, negar la diversidad y ridiculizar la cultura de origen del otro no es integración: es colonialismo de baja intensidad.

La cultura ha de ser dinámica y el intercambio, bidireccional. No se trata de que un inmigrante adopte nuestras costumbres, sino de que las respete al tiempo que nosotros las suyas. Mil ganancias conseguiríamos si la música, el Arte en todas sus formas y hasta la gastronomía, además de las formas de entender las relaciones sociales, familiares e, incluso, religiosas, estuviesen conviviendo para enriquecernos a todos

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