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Leña al mono: tácticas y estrategias
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Leña al mono: tácticas y estrategias

Actualizado 14/07/2025 09:23

En el ecosistema cultural la lógica del talento no siempre es la que prevalece. Aunque cabría pensar que la calidad artística y la profundidad creativa deberían ser el motor de cualquier política cultural, la realidad muestra con frecuencia lo contrario. Demasiadas veces, quienes destacan por su capacidad, su rigor o su honestidad creativa se ven desplazados, obstaculizados o directamente ninguneados. ¿La razón? Una combinación bien conocida: la mediocridad organizada y la envidia sistemática. Y lo más preocupante es que estas dinámicas no surgen únicamente desde agentes marginales o voces aisladas: a menudo cuentan con la complicidad —y hasta la legitimación— de las propias instituciones públicas.

No estoy hablando de errores o injusticias puntuales, sino de tácticas calculadas y sostenidas. La primera y más eficaz es el ninguneo. Se trata de no mencionar, no invitar, no programar. Invisibilizar al creador incómodo, al que no entra en los circuitos oficiales o no comulga con las estéticas dominantes. Es un silencio impuesto que pretende borrar la relevancia del otro no mediante la crítica, sino mediante la omisión. Se construye así un relato cultural sesgado, en el que se finge pluralidad pero se practica la exclusión. Lo que no se nombra, no existe. Lo que no se ve, no molesta.

También se recurre a una herramienta menos visible pero igualmente efectiva: el obstáculo burocrático. Convocatorias que exigen más habilidad administrativa que solvencia artística, criterios de selección poco transparentes, confusión entre los registros oficiales y la creación, jurados designados por afinidades personales o políticas... Toda una arquitectura pensada para que quien crea desde la autenticidad y sin respaldo de lobbies o estructuras de poder quede fuera por sistema. El talento, en este contexto, no es valorado: es filtrado, neutralizado, muchas veces con la excusa de la "idoneidad técnica", el “encaje institucional” o esa abstrusa categoría de lo “profesional”.

Y luego está la más venenosa de todas las armas: el descrédito personal. Aquí ya no se cuestiona la obra, sino al individuo. No se discute una propuesta desde el análisis crítico, sino que se recurre al rumor, a la insinuación, a la sospecha. Se dice —sin decir— que “algo raro hay”, que “no es oro todo lo que reluce”, que “hay otros que también lo hacen igual o mejor, pero sin tanto autobombo”. Son mecanismos de erosión sutil que funcionan no por su veracidad, sino por su persistencia.

Lo más inquietante es que estas estrategias no suelen ser ejecutadas por personas sin relevancia, que también (esos topos de la envidia que nunca se muestran), sino por agentes culturales instalados en posiciones de poder: programadores, asesores, responsables de instituciones públicas, miembros de comités y jurados. Y “colegas”, esa otra categoría de la hipocresía. Muchos de ellos no desde una maldad consciente, que también, sino desde una lógica de autopreservación. La presencia de creadores brillantes e independientes pone en evidencia las carencias del sistema y de quienes lo dirigen. Y, sin comparar, compara. Es más fácil desactivar el brillo que confrontar la propia mediocridad.

Las instituciones públicas, lejos de actuar como garantes de la diversidad y la excelencia cultural, a menudo refuerzan esta lógica excluyente. Ya sea por falta de criterio, por miedo al conflicto o por simple oportunismo, terminan reproduciendo un sistema de recompensas cruzadas, donde el acceso a recursos depende más de la red de contactos que del valor artístico de las propuestas. Se perpetúa así un modelo de gestión donde prima la comodidad sobre el riesgo, la familiaridad sobre la innovación y la obediencia sobre la independencia.

Esto tiene consecuencias devastadoras. El resultado es un panorama cultural repetitivo, domesticado, con las mismas voces, los mismos nombres, las mismas fórmulas. La vitalidad se ve asfixiada por la falta de apertura real. Y mientras tanto, muchas de las propuestas más potentes —por su calidad, su profundidad o su mirada crítica— quedan relegadas a márgenes cada vez más estrechos, cuando no directamente a la clandestinidad

Fuera de ese sistema cerrado, la resistencia existe; hay artistas que siguen creando con un compromiso feroz con su arte, que no se pliegan, que no transigen, que no pactan con lo mediocre. Son ellos quienes mantienen viva la llama que no se limita a entretener, sino que piensa, sacude y transforma. Y son ellos también quienes más incomodan a un sistema que prefiere la previsibilidad del repertorio oficial a la honestidad del riesgo. Defender el talento frente a la mediocridad no es un gesto elitista, ni una cuestión de egos; es una cuestión de ética pública. El arte no es un lujo para unos pocos, sino una herramienta de construcción social, y cuando se margina por miedo, por envidia o por interés, no solo se perjudica a los creadores: se empobrece a toda la comunidad, se frena el pensamiento crítico, se pierden oportunidades de crecer colectivamente. Callar es convalidar. El talento, la aventura, la innovación cultural, la vanguardia, lo diferente y hasta lo raro, no son privilegios sino fruto de la responsabilidad artística. Y el deber de las instituciones no es protegerse de ello, sino garantizar que tengan el espacio que merecen. Aunque brillen más que ellas.

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