, 07 de diciembre de 2025
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La cereza del pastel
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La cereza del pastel

Actualizado 22/03/2025 09:33

Entre esas calles, en un espacio relativamente abierto, escuché el soplo del viento en el bambú. Pensé en el Labirinto della Masone, Parma.

Literatura

¿De qué podremos escribir, si no es de lo que hemos vivido (o soñado, leído, olvidado, recordado)? Y claro, hablamos aquí de escribir, porque no nos referimos a copiar. En el mejor de los casos, lanzamos el anzuelo de la pesca a la reescritura, que en ningún manera desvirtúa el contenido original, pues respetando los límites de su autoría (primera, original), lleva el concepto a otra representación que por partes iguales da cuenta de él y lo convierte (reescribe) en otro objeto más, fiel a su origen y nuevo en su hechura. El escritor hace esto, tanto en lo académico como en lo artístico. El autor crea con lo que tiene a la mano.

Las piezas, como en un Lego (que yo nunca quise jugar) se insertan en sus posiciones correspondientes, para conformar un diseño con un sentido coherente en relación con las cosas sabidas e ignoradas. Muchas veces, en este proceso, es el lenguaje mismo el encargado de suministrar el caudal verbal que complementa el estímulo inicial puesto con tinta sobre la página en blanco. La voz del lenguaje mismo, repetimos, comunica sus conceptos a la pluma que escribe. O nos dice, mediante sus recursos, lo que queríamos compartir. La palabra por sí sola también considera las proporciones materiales de la mancha de tinta: evita el caos.

Cuerpo del escrito

Otra experiencia corporal relacionada con la escritura se ubica en un espacio que a falta de un vocablo más específico, concreto, material, expresamos como interioridad. En ocasiones, la línea argumental nos transporta a esa región sin una cartografía clara en la representación física de la persona. Las escaleras de los renglones bajan a una esfera interior donde se aloja un mundo tanto autónomo como complementario (o hacedor, en parte) del mundo exterior. La palabra escrita nos representa frente a los ojos del alma un escenario que sin ella no podríamos contemplar; o sí, por medio del vehículo de otras artes, como la música, pintura, escultura, grabado, etc. La escritura pone de relieve lo que estaba oculto, incluso para una, uno, mismo.

La percepción volcada en la mediación entre el mundo físico y el mundo donde brota la palabra (interior) carece de parámetros. No podemos decir que resulta como de un kilómetro, 10 kilómetros, etc. Simplemente, se siente, se sabe. Incluso cuando uno sentado a una mesa (como yo ahora) teclea su escrito y lo veo por medio (obviamente) del sentido de la vista, percibe la trayectoria recorrida desde el manantial original. Por este motivo, aunque la escritura responda a un proceso intelectual, que activa, como sobra decirlo, las capacidades superiores de la razón y el lenguaje, con su entramado retórico y poético, nosotros, por nuestra experiencia, nos resistimos a señalar que su origen radique en el cerebro. Más bien, diríamos que el cerebro, con sus neuronas y demás elementos, no son sino parte del sistema, de la maquinaria, que una mano acciona desde fuera haciendo girar la volanta.

Digresión

Las digresiones, según me viene a la mente por Holden Caulfield, nutren de rareza e ingenio las piezas artísticas. Llevado esto al extremo, podríamos decir, no sin temor a atinar en lo correcto, que tal mecanismo del lenguaje (de la vida) podría representar, en última instancia, la causa sublime de nuestro ser y estar aquí. Las digresiones las emplea el autor dueño de su obra, para caminar por excursiones ignotas en el sendero de la tierra letraherida. La digresión está a la mano de la pluma y no a la inversa, no es la pluma la que se ve arrastrada al capricho de esta supuesta digresión: en este último caso no hablamos de tal perla del oficio del escribiente, sino de una procrastinación, palabra que por horrible no debiera existir al menos en la lengua castellana.

La digresión, como un buen árbol, reporta oxígeno para el alma que opera en las regiones inapreciables del arte. Nos comunica aquello que el universo tuvo a bien o mal hacer cuando optó por la digresión de crear la especie de la vida en la Tierra en su siglo cósmico. La digresión justifica el cuidado de una madre por su hijo, el respeto sin parangón de un hijo por su padre, la claridad del día sobre el cuerpo de un perro echado en la calle. Qué otra cosa es una maceta sino una digresión infinita. Qué otra cosa es una lágrima. El timbre de la campanilla de una bicicleta en China, ese timbre que, eléctrico, en las motos eléctricas, echan a un lado al peatón para que se baje de la acera y ande en la calle. Pihh, pihh.

Disonancia

Con ese pihh pihh (que en efecto escuchamos en el lugar donde escribimos), nosotros hemos bajado de renglón. Hemos dado un salto, en realidad, a aquellas regiones del mundo interior, abstracto, de nuestro propio cuerpo (¿alma?). Las palabras, decíamos, hablan por sí mismas desde ahí. El acto de la escritura, aparejado, apajarado al cuerpo en movimiento de la persona que escribe sentada en una silla (en nuestro caso ahora), no puede desvincularse de tal materialidad corpórea. El conjunto del organismo, con sus rasgos físicos, materiales, e intangibles, no materiales, comprende e interpreta con base en su genio lo que atestigua. La lengua literaria reescribe la realidad que percibimos por medio de los sentidos naturales y las potencias del alma.

En ese proceso, en ocasiones, nos topamos con disonancias: cosas no concordes con la proporción esperada, pero incluso tal circunstancia tiene cabida en el orden cuando de perfección se trata el asunto. Nosotros, en el primer párrafo, escribimos: “lanzamos el anzuelo de la pesca a la reescritura, que en ningún manera desvirtúa el contenido original”. Un correcto de estilo, sin miramientos intervendría el adejtivo “ninguno” (con apócope ningún) antes de “manera”, para corregir (sic) la frase. Un cambio podría ser este: “lanzamos el anzuelo de la pesca a la reescritura, que de ninguna manera desvirtúa el contenido original”. Pues sí, ortográficamente, esta versión resulta correcta, aunque lamentablemente en el contexto de nuestra pieza de orfebrería en general tal perfección (paradójicamente) resulta incorrecta. Para que este escrito goce de atributos divinos debe conservar la lectura original: “lanzamos el anzuelo de la pesca a la reescritura, que en ningún manera desvirtúa el contenido original.

Perspectiva

Alguien aquí en el vacío del auditorio, de ninguna persona que me lee excepto algunas amistades a prueba de fuego, se ha detenido a pensar por qué las y los niños aman más a los abuelos que a los padres? Los abuelos reportan un distanciamiento que les permite a los niños moverse a sus anchas, sin ser reprendidos. Este asunto lo reporta la distancia aludida, la perspectiva. La mirada del abuelo quiere la felicidad para la criatura, mientras que la del progenitor o tutor desea el bienestar. El enfoque cambia, el propósito del trato apunta a planos diferentes. Esto, en nuestro caso, lo referimos con base en nuestra circunstancia de vivir en China. Encontrarnos al otro lado del mundo nos instala en una posición desde la que vemos lo propio a partir de otro ángulo. Y eso, además, si lo referimos en relación con nuestra corporeidad, nos ha llevado a interiorizar en la hondura de nuestro propio ser interno. El viaje en la distancia, en un arco de tiempo sostenido, nos ha conducido a una región ignota del alma propia.

Arriba decíamos que los niños aman más a sus abuelos, pero sin duda quieren más a sus papás. El lazo entre ambos resulta más estrecho. Con nosotras y nosotros los seres humanos, algo de esto resulta similar. Aunque mis actos no respalden mis palabras, no me cabe la menor duda de que el trato (personal) con la gente reporta el principio y el fin de la creación. Los caudales de vida manan de las fuentes sanjuanianas de una, uno, cuando el otro (otredad) las activa con su estímulo. Esto, en mi caso, ha significado un aprendizaje que me ha tomado acaso más esfuerzo que el (incompleto y tortuoso) aprendizaje de la escritura , no digamos ya de la poesía que, según lo veo ahora, con consiste en la redacción de versos, sino en la relación de los asuntos más sencillos de la existencia, como el sonido, el cuerpo, del soplo del viento en el bambún.

La cereza del pastel

Al final del escrito sabemos que debimos haber redactado “aprendizaje de la escritura, no digamos” (con la coma sin espacio después de escritura); “no consiste” (en lugar de con consiste); “bambú” (en vez de bambún); etc. Para el escritor, sin embargo, sucede lo comunicado por Octavio Paz cuando dijo que “oscuro” no le resultaba “obscuro”. Para la especie humana, a la que aspiro a pertenecer (cuando estoy frente al aula, con las y los estudiantes, yo me siento, más bien, un dinosaurio retro); para la especie humana, nos parece atisbar desde aquí, acalambrados por la falta de amor, la imperfección constituye el cimiento de la obra en el siglo; o, en el peor de los casos, la cereza del pastel.

La imagen del bambú la recogí de una visita a Yangzhou, provincia Jiangsu, donde hay unos jardines tradicionales. La semana pasada, una amistad de la ciudad me sugirió visitar Ding Jia Wan, un barrio antiguo cerca de He Yuan (jardín). Ahí, entre otras cosas, entendí por qué el transporte de correos es angosto (cantidad de coches eléctricos para transportar paquetería irrigan la corriente del movimiento de las ciudades): son angostos porque necesitan entrar en calles estrechas como las de Ding Jia Wan. Ahí vi unas casas donde rinden culto a divinidades desconocidas. El olor a incienso anunciaba la presencia de los altares en los domicilios. También hay algunos cafés. Ahí me senté cosa de media hora, para recargar mi teléfono y remitir un par de retroalimentaciones a una estudiante que se empleaba, en Nanjing, en el diligente e infinito estudio del modo subjuntivo. Entre esas calles, en un espacio relativamente abierto, escuché el soplo del viento en el bambú. Pensé en el Labirinto della Masone, Parma.

torres_rechy@hotmail.com

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