Martes, 07 de enero de 2025
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Una noche en N.
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Una noche en N.

Actualizado 04/01/2025 09:27

La vi perderse por un sendero de piedra, con el diseño de animales en el suelo, formados por piedras redondas de colores, con un rumbo zigzagueante, hacia una espesura de bambú y rocas altas, color hueso, con hendiduras.

Salí tras ti clamando.

San Juan de la Cruz

No me resulta extraño que teniendo el mundo por delante, a medio año del suceso, todavía mi pensamiento (¿sentimiento?) se reduzca a una sola noche en N. A ella, cuyo nombre no atino a escribir, pues en realidad nunca lo supe, aunque me lo dijera, en una lengua que yo desconocía, a ella la conocí en una calle con las características de las calles asiáticas que estamos acostumbrados a ver en las películas. Esa noche, yo había perdido el tren de regreso a la ciudad donde me habían invitado a dar una conferencia. Ese pueblo solo pensaba visitarlo unas cuantas horas, antes de la puesta del sol, cuando partía mi tren de regreso. No era demasiado tarde, todavía alcanzaba a distinguir el contorno de las casas. Cuando me encaminé en cualquier dirección, en busca de refugio, llegué al lugar donde me topé con ella.

Para hablar de su persona, no referiré las descripciones que estamos acostumbrados a ver en las películas orientales, pues las conocemos. No cuesta nada representarse esa fisonomía en la imaginación. No mencionaré la agilidad de sus movimientos, su atención, el vigor contenido de su espíritu, que apenas se trasluce de manera sencilla en sus gestos calculados. Si no tenía un cuerpo ejercitado por el deporte, al menos sí lo tenía trabajado por el esfuerzo de las tareas diarias. Cuando me recibió, inclinó la mirada y me dirigió un gesto con la palma de la mano. Me sirvió agua caliente.

Las noches de ese pueblo, que tampoco referiré por su nombre, pues acaso carezca de importancia, otro autor hispánico las ha caracterizado como eléctricas. Sí, eléctricas, a pesar de encontrarse en un siglo todavía por venir. El relato de aquel autor, me parece, tiene por título “Meditación queda al amparo de las noches eléctricas de N.”.

El curso de un canal milenario discurre a un costado de las casas atemporales. La penumbra exhibe los contornos de las fachadas de piedra y madera, los aleros de los techos, con tejas oscuras, gruesas, pequeñas, bien pegadas unas junto a otras, los puentes con inscripciones que probablemente, pienso, hagan constar la fecha de su construcción. Los ancianos vuelven a sus casas tras jugar a las cartas, beber té y fumar. El olor a incienso, además, de unos locales, confiere un aire sobrenatural a esa atmósfera cotidiana, ahora en penumbra, solo iluminada por algunos faroles dispersos.

Justo antes de la tormenta, alcancé a resguardarme debajo de un alero pronunciado, que alcanzaba casi la mitad de la acera. Las ventanas de madera estaban cerradas. Al pie de la puerta, había un paquete envuelto en papel, con una nota. En ese momento, al unísono con el primer relámpago y el aguacero, escuché los pasos sobre las lozas del suelo y el crujir de la puerta. Una nube de incienso golpeó mi olfato. Por instinto, me llevé la mano al bolsillo interior del abrigo, para palpar mi pasaporte. La mujer, o la dama, de una apariencia francamente joven, antes de levantar el paquete, me dirigió una mirada. Entendió mi situación de inmediato. Levantó el paquete, me invitó a pasar.

Lo que había visto en documentales coincidía con lo que tenía frente a los ojos. En las paredes, colgaban retratos de los antepasados. Los asientos, los bancos, eran bajos. Había una bicicleta reclinada contra la pared. En una esquina, alcancé a distinguir un instrumento musical, parecido a una guitarra, pero horizontal, largo. Había papel tendido en una mesa e instrumentos seguro de caligrafía. También distinguí, en otra esquina, unas flores de loto disecadas. En la repisa de la ventana había una cajetilla de cigarros y un encendedor. Al fondo de un pasillo, con la claridad de los relámpagos, alcancé a distinguir una cama, una litera. Ella volvió de inmediato. Puso una tetera sobre la mesa. Me alcanzó unos palillos y un cuenco de arroz.

Por un rumor de atrás, o unos murmullos, adiviné que otras personas me veían desde el interior. Sentía sus miradas clavadas en mí. Me escudriñaban. Yo no hacía ningún esfuerzo por alcanzar a distinguir nada más. Fingía despreocupación. Miraba al otro lado de la calle, apreciaba el parecido de las demás casas, al tiempo que llevaba el arroz a mi boca, arrastrándolo con la ayuda de los palillos. El té, al final, me dejaba un sabor amargo en la boca. Bebí tres o cuatro tazas. A continuación, un estado de sopor se apoderó de mí. Me quedé dormido. A un lado de la cena, había dejado la carpeta con la documentación que debía entregar al día siguiente.

En cosa de un instante (¿minutos?, ¿media hora?, ¿una hora?), ella regresó y me dirigió otro gesto, para acompañarla a pasar adentro. Con la palma de la mano me señaló lo que parecía un patio interior, que mediaba entre la estancia donde había estado y otra estancia más, infinitamente mayor que la primera, adornada con unos jarrones de cerámica, o porcelana, azul con blanco, con motivos florales. En el medio del patio, pegado contra la pared, había un estanque de piedra, con peces rojos, y un altar donde ardía el incienso que yo había percibido al inicio. La recámara que me señalaba la mujer tenía un adorno de sendas caligrafías negras sobre papel rojo a los costados de la puerta. Ella giró sobre sus talones, sin dirigirme ninguna mirada más. La vi perderse por un sendero de piedra, con el diseño de animales en el suelo, formados por piedras redondas de colores, con un rumbo zigzagueante, hacia una espesura de bambú y rocas altas, color hueso, con hendiduras. La mujer llevaba el paquete consigo.

Cuando quise acomodarme en una de las sillas de la recámara, en esta ocasión una silla amplia, como un sofá, de madera o bambú, caí en la cuenta de que había dejado mi carpeta con la documentación sobre la mesa de la entrada. Cuando quise deshacer el camino para volver allá, encontré la puerta cerrada al otro lado del patio. Un león en la empuñadura y la aldaba de la puerta roja permanecía indiferente a mi preocupación. No podía perder los documentos. Junto al estanque de peces rojos, en medio de la tormenta, el buda color dorado dirigía una mirada complaciente, hacia un lugar que no podía distinguir, al otro lado de la espesura de bambú. Me encaminé allá.

Todavía el día de hoy, a más de medio año del suceso, recuerdo la manera como peinaba su cabello abundante, de espaldas a mí, frente a un espejo donde yo me asomaba. Su cabello recogido me permitió observar su hombro y su atuendo. En el interior de la recámara, había otra fragancia, otro perfume distinto, casi imperceptible. Yo dejé caer mi teléfono. Ella volteó a verme. No esperaba que yo me encontrara ahí. Sin decirle nada, sacó una llave de un gabinete de madera negra y la puso en mi mano, como si tañera un instrumento musical. Sonrió, como el buda, sin expresar ninguna emoción.

Una vez en la calle, no supe adónde dirigirme. Avancé extraviado por otras calles similares a la mía, con otros canales y otros puentes idénticos, con otros aleros y faroles que iban a dar a otras calles más, hasta que alcancé lo que parecía ser la casa de antes, con un paquete idéntico, con una nota, al pie de la puerta, también con un hombre como yo, que golpeaba la puerta, diciendo un nombre en una lengua desconocida, que por alguna razón me resultaba familiar. La tormenta estaba a punto de caer.

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