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Columna en la cima del 2024
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Columna en la cima del 2024

Actualizado 28/12/2024 10:58

Hoy dormiré con mi Diccionario enciclopédico, Grijalbo, 1995. Soplaré en sus páginas y dejaré que el mundo de sus columnas sueñe con las estrellas rutilantes, que me acompañarán arriba, mientras descanso a la altura vertical de la poesía.

La vida, en definitiva, se reduce a un asunto cartesiano, vertical. Los imperios, aunque solo duren lo que duren, son imperios. Pero solo lo son, en un sentido metafórico, cuando no echan mano de la astucia para conseguir lo que se conquista por medio del trabajo honesto y transparente. A nadie, o casi nadie, le gusta trabajar. Porque pueden conseguir lo mismo, en ocasiones, mediante otro tipo de suertes. Por esa razón yo hoy sábado por la mañana, día 28 de diciembre —un día no como otros, por razones personales, que no viene al caso decir en público—, por esa razón yo hoy en la mañana he amado en lo más hondo de mi corazón a la joven que me sirvió el plato de desayuno en el restaurante a unas calles de mi domicilio: esa mujer tenía grabado en el rostro el signo claro del trabajo. Su semblante, curtido en el color chapeado del trabajo y la salud, hacía gala, acaso sin ella saberlo, de una belleza sin cosméticos.

Esto fue lo que leí en Las olas, de Virginia Woolf, probablemente. Lo mismo que vi en el Diccionario Enciclopédico, Grijalbo, 1995, que me regalaron mis padres cuando miraron que hojeaba con una voracidad insaciable todos los libros de pintura de casa. Muy cerca del retrato de Woolf, estaba el de Wittgenstein, el primero de una ternura y meditación profundas, el segundo de un rigor cercano a la lógica. Inmediatamente, cuando cobré mi primer salario profesional, a los 22 años (¿o 21?), corrí a las librerías de viejo para hacerme de todos los libros que hubiera de ambos autores. Las olas las leí en estado de trance, en un puñado de días, de horas. En las partes más tiernas, me demoraba con una displicencia hacia el mundo rayando en la soberbia. Leía y releía el mismo párrafo, la misma frase. Veía el retrato de Virginia y la imaginaba a ella susurrándome al oído. Desde ese entonces, tengo una costumbre que practico diariamente, que tampoco, como en el caso de la efeméride del 28 de diciembre, diré aquí. Jinny, me parece, huele el perfume del cabello de otro personaje en el salón de clases. Esa escena, hasta ahora, no la he olvidado.

En México tenemos la película Los Caifanes. Actúa Óscar Chávez, un músico comprometido con todos los ideales revolucionarios de los pueblos de bien. Al igual que un Bartleby, el escribiente, de Herman Melville, Óscar Chávez, en su papel del Estilos, en Los Caifanes, y en la vida real, nunca dimitió. Permaneció fiel a su verdad. La banda Los Caifanes, en tiempos de su álbum En el nervio del volcán, los escuché con mi familia como grupo telonero de The Rolling Stones, en el Foro Sol, de la Ciudad de México. Mi playera de la gira de los Stones, Voodoo Lounge, la llevé al salón de clases de aquel sexto de primaria, debajo de la camisa del uniforme escolar. Otra maestra, que decía que yo era tímido, me salió al paso en uno de los corredores de la escuela. Yo la llamé por su nombre, no le dije maestra, ni tía. Le señalé mi pecho y desabotoné la camisa blanca. Ella vio de frente ese emblema amarillo, que pareciera diseñado por Amadeo Modigliani. Me preguntó qué era. Yo le respondí que era la música que escuchaban las personas tímidas, que más tarde se volverían poetas y hablarían con una voz que se escucharía en todo el orbe. Todavía recuerdo su mirada. Yo me abotoné la camisa y le di la espalda. Me llevé la mano al bolsillo del pantalón, conté $1500 pesos.

La pasión es lo que cautiva. Ahí radica la fuerza de atracción. La pasión que solo surge de cara a lo absoluto. Esa energía con la que nosotros batimos aquí la mano para quitar de la vista todo lo que merce derribarse. Por eso cultivamos una flor secreta en el jardín de nuestra alma, donde solo suena el canto de Petrarca y tiene prohibido el paso Girolamo Malipiero, donde solo reproducimos, aunque no nos guste, a Garcilaso de la Vega, y dejamos afuera a Sebastián de Córdoba. Por la misma razón, nos quedamos en Cartago, en el libro V de las Confesiones de San Agustín, y no vamos a Roma, adonde yo sí fui en realidad, para consultar los manuscritos que tengo en PDF, digitalizados, aquí en mi ordenador en el momento de redactar esta columna. La misma causa nos ha movido a otro efecto. Hemos dejado de remitirle nada de una manera directa a las personas vía redes sociales, porque hemos caído en la cuenta de que todo esto, escrito durante horas, aunque se lea en minutos, responde a un lugar imaginario, al otro lado del espejo (del papel), donde la mancha de tinta (la piedra de obsidiana de nuestros padres) refleja las cosas como en verdad son, no como el siglo las finge por costumbre.

Dicho esto, no nos resta más que animarlos a ir en pos de sus sueños, como si habláramos de una película de 20th Century Fox Animation. Ahí los esperarán Modigliani, Pitol, Poniatowska, Urquiza, Esperanza. Ahí encontraremos la ocasión del Año Nuevo para renovarnos y volver más claro y preciso nuestro lenguaje. Los ciclos sí existen. Los años —no es un lugar común— no pasan en vano. Todavía falta mucho por hacer. Por eso amanece cada día. El sol no carece de una razón de ser para cada una, uno, de nosotros. Para los jóvenes, el camino iluminado por el candor del astro se tiende por delante, y para quienes hemos dejado de ser jóvenes y hemos cobrado una vida más madura, el camino igual se tiende por delante, pero volviendo a nuestro origen, para animar a quienes todavía van, y para cerrar, asimismo, el círculo de la trayectoria, donde la perfección, simple a fin de cuentas, como un anillo —tomamos un préstamo de Pablo Neruda—, se encuentra en la capacidad de llegar a la noche, apagar la lámpara, sentir el tacto de la cama, percibir la claridad oblicua de la luna y decir, bien. Hoy dormiré con mi Diccionario enciclopédico, Grijalbo. Soplaré en sus páginas y dejaré que el mundo de sus columnas sueñe con las estrellas rutilantes, que me acompañarán arriba, mientras descanso a la altura vertical de la poesía.

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