Las buenas costumbres, como la celebración recogida de la festividad de Qingming (Día de Muertos en China), se granjean el favor del cielo. El Dragón, el Fénix, la Tortuga, la Grulla, el Tigre, etc., estos animales arraigados en el pensamiento del Oriente intervienen por sus elegidos. Yo a mi musa —mi Diosa Blanca, en palabras de Robert Graves—, la conozco. De ella hablo en mi poema de la revista Papeles del Martes, 72.
Un buen día, decidí ponerme la camisa por completo. Dejé que mi papel docente me encarnara a mí, y yo me convertí, por lo tanto, en su instrumento. Juan Angel Torres Rechy perdió. Ganó su ser maestro de lengua y literatura hispánicas. Y al decir maestro de esa materia, también cifra ahí el significado de un referente cosmopolita construido con base en la inapreciable oportunidad de laborar en una institución de Oriente.
No resultó fácil el recorrido hasta ese punto. Tuvo un carácter atropellado, en distintas acepciones del término. Apabullado. Casi, diríamos, apaleado. Utilizando la imagen de la semilla que muere para producir fruto, más o menos estaríamos en condiciones de afirmar tal suceso para el caso examinado en este escrito.
Le sucedió, en un sentido más modesto, algo semejante a lo de Agustín de Hipona o Blaise Pascal, por no mencionar el pasaje de Pablo de Tarso conocido por todos, o la historia de Tarabas, el personaje de la novela homónima de Joseph Roth. Agustín de Hipona lamentó no haber caído antes en la cuenta de todos los bienes reportados para su vida del consejo de su madre Mónica: no le hacía caso. Mientras que Blaise Pascal, al cabo de una noche donde tuvo una revelación mudó su vida entera a una condición en la que incluso permanecer solo en casa, al lado de sus libros intactos, era ya motivo suficiente para vislumbrar la plenitud.
Los lugares comunes que hemos citado arriba, en el caso de la columna corriente cobran un vigor nuevo, porque se encuentran revestidos de una experiencia propia. Acaso para eso sirve la literatura y no para otra cosa: para contemplarnos en su oscuro espejo de tinta de obsidiana, con la finalidad de apreciar las cosas que no experimentamos en cabeza ajena.
La geometría de la espiritualidad humana, que en los últimos días he apreciado en las publicaciones de la red social Xiaohongshu, que años atrás había subrayado —por no ser innecesariamente prolijo, citaré solo un par de casos—, en la mística del Carmelo descalzo y la filosofía de Mino Bergamo, esa geometría de la espiritualidad ha cobrado una fuerza y un carácter tales que esta semana me ha resultado imposible continuar evadiendo sus razones.
No hay nada más grandioso —pensé la tarde de ayer viernes, en La Torre del Tambor (Guluo), de Nanjing—, que la compañía de un amigo. Desconozco si a ustedes les ha sucedido, pero al menos en cuanto a mí se trata, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que en el momento cuando dos amigos se reúnen el mundo del entorno cambia y recobra sin decirlo su original condición divina. Cuando me lavaba las manos en unos lavabos a un costado del recinto, veía en la ventana las hojas de otoño caídas en las piedras, vacilando, al golpe de un viento que palpaba la atmósfera de 600 años.
Pero esto de la amistad no sucede de la noche a la mañana. Ni ocurre todos los días. En primer lugar, requiere que uno se encuentre en condiciones de ofrecerla. Sobre esto, el autor romano Cicerón, traducido a nuestra lengua por Luis Frayle Delgado, ha escrito más y mejor. Debemos saber quiénes somos para poder apreciar quiénes son los demás.
La mirada vuelta al interior en el Oriente, en el proceso de la construcción de una vida interior, cobra su complemento con la mirada vuelta afuera, a lo alto, de quienes en Occidente, por partes iguales, se dedican a la construcción de esa vida. El adentro y el afuera se conjugan en un punto medio, que en términos gramaticales podríamos referir como el núcleo del predicado.
La imagen de Blaise Pascal en casa, sin abrigar el impulso de ir afuera, obedece, como no hace falta decirlo, a una construcción figurativa de sus pensamientos. Pascal no habla en su libro solo de permanecer de este lado del linde de la puerta. No circunscribe su pluma al único terreno de la materialidad. También tiene en mente otros niveles de significación, menos concretos y más abstractos.
Qué otra casa no tiene en principio el ser humano, excepto el hogar de su propio cuerpo. Y qué nos enseñan las imágenes del muro de Xiaohongshu, sino esa arquitectura de huesos y tendones que sirve de estructura para la acogida de un entramado espiritual imposible de condensar en un solo adjetivo. Ese itinerario cósmico, trazado por los centros de energía de la columna vertebral rumbo al cráneo y sus glándulas, de las imágenes referidas, que entablan un diálogo con el monte Carmelo y la anatomía de Mino Bergamo, en palabras de Pascal significan quedarse en casa, subrayar los libros, tomar notas e intentar descansar por la noche. Lo demás, la vida misma, en piloto automático, lo proporciona.
En el caso de China, la felicidad en ocasiones tiene un carácter práctico. En La Torre del Tambor (Gulou), Nanjing, de las que les hablé arriba, en el centro del edificio hay una tortuga de piedra, sosteniendo un pilar con inscripciones conmemorativas. Mi primera impresión, como buen mexicano que intento ser, fue la de apartarme de la tortuga, para no tocarla. La tortuga tiene por lo menos 600 años de antigüedad. Sin embargo, aquí en el Oriente, al menos con esta tortuga, el chiste consiste en tocarla, para recibir su buena suerte. Una buena suerte además que no se comunica al más allá de la conmemoración de la festividad de Qingming (Día de Muertos), sino que satisface su transacción aquí mismo en el siglo presente.
La felicidad —escuché decir en más de una ocasión a nuestros mayores— no consiste en un estado de placer sostenido en el tiempo. La felicidad (sobra el adjetivo “verdadera”), no me cabe duda —aunque no tenga 80 años, sino la mitad—, viene de un sentido práctico apegado a la moral de las buenas costumbres, como lo sugería Jorge Luis Borges, cuando prefería hablar de moral en lugar de literatura con gente a quien la academia condecoraba.
Las buenas costumbres, como la celebración recogida de la festividad de Qingming (Día de Muertos en China), se granjean el favor del cielo. El Dragón, el Fénix, la Tortuga, la Grulla, el Tigre, etc., estos animales arraigados en el pensamiento del Oriente intervienen por sus elegidos. Yo a mi musa —mi Diosa Blanca, en palabras de Robert Graves—, la conozco. De ella hablo en mi poema de la revista Papeles del Martes, 72. Esa musa —mi Rama Dorada, en expresión de Virgilio y Frazer—, bajó a la cima de mi monte intelectual, cuando lo escalé. Al despertar de un sueño que habrá durado pocos minutos, ella había aparecido, no lejos de mi vista, tal como, en otro escenario, la describo en el poema.
En ese momento fue cuando me puse la camisa por completo. Dejé que mi papel docente me encarnara a mí, y yo me convertí, por lo tanto, en su instrumento. Juan Angel Torres Rechy perdió. Esa semilla llamada yo mismo quedó sepultada. Resurgió, en cambio, en el vuelo ascendente de un ave Fénix de profesor.
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