“Lo que vemos cambia lo que sabemos. Lo que conocemos, cambia lo que vemos”.
JEAN PIAGET
Que la Enseñanza (la Educación, quieren llamarla sus testaferros) se ha convertido en este país en moneda de cambio política y, sobre todo, en una espesa papilla de intereses económicos, desigualdades sangrantes, rastreros aprovechamientos y manipulaciones de todo tipo, es algo que de puro evidente (y antiguo) parece ya no afectar a las preocupaciones de la ciudadanía, salvo en aquellos aspectos que pudieran alterar un statu quo que, de puro inmovilista, hiede.
Sin entrar en el sucio mercadeo financiero de los intereses de la llamada “enseñanza concertada” o “privada”, auténticos dispositivos de extracción de fondos públicos, adoctrinamiento y desigualdad, toda la red de la enseñanza pública adolece en este país de taras, inadecuaciones y abstrusas utilizaciones que hacen que, en cada uno de los estudios, investigaciones o encuestas internacionales, España ocupe indefectiblemente los últimos lugares en cualesquiera de los índices de calidad que se consideren.
En toda generalización es preciso saber de las excepciones, y las hay, mínimas, en cuanto aquí se argumenta. Pero desde la estructura de los centros de Infantil y Primaria, convertida en red de auténticas guarderías con programas de enseñanza (un decir) apenas contrastados con las modernas técnicas y los últimos estudios pedagógicos, hasta los institutos de secundaria, no menores centros de acogida de jóvenes desmotivados pastoreados por profesores no menos desganados, hasta ese Bachillerato español de nuestros pecados, al parecer únicamente dedicado al lucimiento de equipos directivos, pulsos de records de aprobados entre departamentos y, en lugar de enseñanzas regladas, racionales y acumulativas, volcados en la preparación de exámenes (EBAU, PAU y otros sospechosos umbrales) para acceder a universidades que, como no podía ser de otro modo, ocupan también, con honrosas excepciones, los lugares en la cola de las clasificaciones cualitativas, nadie parece preocuparse (seriamente) por el vertiginoso descenso que esas situaciones causan en la calidad de la convivencia social, en las redes (no sociales, sino humanas) de comunicación ciudadana y en la naturaleza de los índices de sociabilidad, interdependencia y crecimiento de carácter general y de maduración de las personas.
Lo fácil, y es a lo que se tiende cuando se habla de nuestro fracaso educativo, es poner el acento en la mala gestión pública de la enseñanza o en la escasez de medios o, además, en los condicionantes externos que hacen que hoy día la enseñanza ocupe un lugar secundario en el interés de, precisamente, sus destinatarios, los alumnos. Pero poco o nada se llama la atención a la red de desinterés, indiferencia, inmovilismo, gregarismo y, por qué no, inadecuación o negligencia de gran parte de los enseñantes (educadores, quieren ellos llamarse), departamentos, comisiones docentes, equipos directivos, rectorales o ministeriales, negados a adaptarse no ya a las exigencias de la ley o de las escasas reformas en los modos de impartir sus enseñanzas, sino movilizados mayoritariamente (utilizando en ocasiones rastreramente al alumnado) solo en defensa de mejoras económicas, ventajas horarias o disposición más libre de sus derechos, con atención casi nula a sus obligaciones, la probidad de su trabajo o el deseo ético aconsejable de su propio reciclaje y puesta al día.
La actual indiferencia, o desatención (y un ataque indiscriminado que está creando un nuevo negacionismo frente a la I.A.) que la mayoría del colectivo de enseñantes (en primaria, secundaria y universitaria) presta a los cambios inminentes que la Inteligencia Artificial Generativa causará en el núcleo de su propia actividad, está generando un rechazo (también, claro de un alumnado convenientemente manipulado) a los avances que una aplicación razonable de esa I.A. debería generar en la calidad de la enseñanza. Así, no es raro en una mayoría de la comunidad educativa un numantinismo cerril y un rechazo frontal a cualquier cambio, adaptación o apoyo que dependa de las nuevas tecnologías (habrá que repetir que la pizarra electrónica, la Tablet o el móvil son solo herramientas), lo que hace que la defensa intramuros (y también política) del atávico atraso de los modos de enseñar (los mismos, prácticamente, que hace cien años) se conviertan en obstáculo y muralla que evitan la mejora de las condiciones de aprendizaje y enseñanza, y que el pensamiento en el mundo de la enseñanza, en su caso, se paralice y se agote en aras de la quietud, la repetición y una (¿buscada?, ¿sorprendente?, ¿orgullosa?) defensa del fracaso.
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