“Vergüenza.- 2. Turbación del ánimo causada por timidez o encogimiento y que frecuentemente supone un freno para actuar o expresarse”. DRAE.
Una de las más escalofriantes noticias de los últimos días, y las hay estremecedoras de todo tipo, es la que habla del juicio en Francia contra Dominique Pelicot y 51 hombres más, el primero acusado de drogar a su esposa cientos de veces durante años para violarla y de haber facilitado a esos otros 51 hombres (y decenas más no identificados aún) que violaran a esa misma mujer, su esposa, mientras ésta permanecía en estado semicomatoso e inconsciente debido a las drogas subrepticiamente suministradas por su marido.
El caso fue conocido hace cuatro años por la policía, y no ha sido hecho público hasta el inicio del juicio y sólo porque la mujer violada, Gisèle, decidió renunciar al anonimato y la cautela con que suelen celebrarse estas vistas, dada la naturaleza especialmente sensible de los delitos de tipo sexual, y optó por visibilizar su caso y mostrar su rostro y su nombre como símbolo, ejemplo y referente de la lucha que contra los delitos sexuales contra la mujer mantienen organizaciones humanitarias, feministas y por la igualdad y el respeto.
Gisèle decidió renunciar a la “vergüenza” de mostrarse para no contribuir a que esa vergüenza que acompaña a las víctimas de delitos sexuales, con su carga de silencio, siga dando impunidad a violadores, abusadores y machistas en general. Un silencio, una vergüenza que se hace cómplice de la situación de tantas mujeres, millones y millones, que sin sufrir el horror concreto de esta mujer, están siendo violadas diariamente, abusadas, agredidas física y verbalmente, sobadas, manoseadas ,insultadas, utilizadas y sometidas con otras drogas a veces tanto o más condicionantes y dañinas que las químicas.
Drogas potentísimas, insalvables y adictivas como la imposición social de la costumbre, la amenaza asfixiante del señalamiento, la engañifa de la lealtad romántica, el miedo a los demás y al qué dirán, la represalia, la extorsión y el chantaje emocional de la propia familia y del entorno profesional, amigable y ciudadano, las peores instancias de la costumbre patriarcal y la tradición machista de eventos, celebraciones y festejos. Cuántas niñas, jóvenes y mujeres guardan bajo esa vergüenza la ofensa antigua del abuso, de la violación o de la agresión de familiares, conocidos, parientes, hermanos o padres, en un silencio doliente e inacabable que condiciona su vida con una tristeza profunda, manchadas incluso con el tizne de una, nunca de ellas, inculcada culpa.
Hábitos y costumbres, usos y ritos aceptados, mantenidos e incluso aplaudidos bajo coartadas con el nombre de matrimonio (el más doloroso crisol de la violación), noviazgo, familiaridad, parentesco, cercanía filial, cortesía social o ciertos aspectos paralizantes de la “educación”, generan esa trampa de por vida llamada silencio, alcoba de la impunidad de los culpables, paisaje propicio de la repetición y origen de esa falsa culpa.
La información que surge de este juicio pone en el centro la cultura de la violación, es decir, la normalización que del abuso se impone hacia las mujeres y sus cuerpos, la idea inculcada y extendida de que las mujeres le “deben” sexo a los hombres. La cultura de la violación está tan extendida, que incluso los hombres que rechazaron la propuesta del marido de Gisèle no denunciaron, aunque una sola denuncia hubiese bastado para poner fin a su infierno. Es este gregarismo masculino, este otro silencio tan culpable y tan cómplice, uno de los aspectos más escalofriantes de este caso, como lo es cada silencio de los que ven, los que saben, los que conocen y callan.
Los hombres que no violaron a Gisèle pero supieron que otros lo hacían y callaron, como los que vieron impasibles y pasivos los videos de la tristemente famosa “Manada” española, como quienes “abrigaron” con sus aplausos a aquellos jugadores violadores del club de La Arandina, quienes jaleaban al violador famoso del Betis o quienes desde tribunas niegan protección especial a las mujeres, no son enfermos ni monstruos en un callejón oscuro, son hombres comunes y corrientes, como los violadores y los abusadores, como esos que se ríen de chistes y canciones pedófilas y machistas, que comparten fotos íntimas sin consentimiento, que manosean a las chicas borrachas en la discoteca o se ríen cuando los amigos lo hacen, porque cada una de esas acciones, cada uno de esos silencios refuerza la cultura de la violación y la impunidad.
Indignación, rabia, estupor, asombro, incredulidad, ira…Todo eso provoca el caso de Gisèle, extremo sí, pero parte de la cultura de la violación. Es preciso romper el pacto del silencio, poner un alto en las conversaciones con quienes con su silencio apoyan a los violadores; terminar con los chats de amigotes o salirse de los grupos donde los machistas, ji ji, ja ja, vierten sus babas y sus “gracietas” chulescas; dejar de llamar campeón al que cuenta un abuso; denunciar. Cortar con el machismo y la cultura de la violación y el abuso sin temer las consecuencias de la exclusión o el enfado (más machistas si cabe por el tema a que responden). No todos los hombres son violadores ni todos abusadores, pero tampoco todos son mudos y no basta con el silencio ni la indiferencia.
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