Hace días, acusado de “permitir” la realización de actos delictivos de distinto tipo, fue detenido en Francia Pável Dúrov, el principal propietario de Telegram, una aplicación de mensajería utilizada por más de mil millones de personas en todo el mundo, sin que hasta el momento esa detención haya provocado resultado alguno en el funcionamiento de la plataforma y, consecuentemente, los delitos que a través de ella pudieran realizarse, siguen presentes, actuales y “funcionando” a pleno rendimiento.
Podría ser un asunto ideal para plantear en los debates académicos y escolares sobre Ética y Moral, el analizar en profundidad si la detención o sanción (o, en su caso, condena) del propietario o fabricante de un “medio” utilizado por otros para delinquir, tiene responsabilidad directa, indirecta, asociada o tal vez inexistente en la comisión de esos delitos. En principio, y eliminando matices, sería como detener al fabricante de cuchillos por el reciente y luctuoso ataque islamista a cuchilladas en Alemania, sin que esa detención afectase en absoluto a la venta, comercialización, compra o utilización general de cuchillos.
Es cierto que el propietario de un “medio” (un periódico, una emisora de radio o televisión y, claro, una plataforma de mensajería como Telegram) ha de “impedir” que se utilice el poder de difusión de su “medio” para la comisión de delitos (en el caso de Telegram las acusaciones van desde el tráfico ilegal de armas hasta el negocio de la pederastia, el intercambio de mensajes racistas o xenófobos o la venta de drogas ilegales). Pero no es menos cierto que más allá de la “regulación” de los contenidos que el “medio” permita, la persecución legal de las prácticas delictivas corresponde a las autoridades judiciales con arreglo a las leyes y, nunca, a una “censura” del propietario del “medio” sobre las actividades de sus “clientes”.
Huir de los ejemplos es una máxima que en la reflexión filosófica intenta aplicarse para no terminar debatiendo sobre el ejemplo en lugar de sobre el concepto general o la idea matriz de la controversia. Pero en este caso, tal vez el ejemplo de un, digamos pederasta, que anuncia en un diario su contacto a fin de seguir ejerciendo su actividad delictiva, tenga como única consecuencia judicial la detención del propietario del diario sin que la actividad del pederasta se vea en absoluto afectada y, aun identificado, ni se le persiga ni se le castigue, limitándose a sancionar al “medio” como responsable de permitir en su seno una actividad delictiva que, paradójicamente, sigue produciéndose después de esa detención. Pável Dúrov, bajo fianza de millones de euros, está hoy en libertad. Telegram sigue funcionando exactamente igual que antes de su detención.
Es cierto que plantear un debate ético de esta naturaleza en un artículo de breve extensión como el presente, obliga a esquematizar en demasía y que pueden, en esa reducción, obviarse detalles importantes que tal vez harán diferente el caso de Telegram de otros en medios de comunicación o mensajería, pero no es menos cierto que la especial naturaleza de Telegram, sus contactos globales, dependencias políticas, “amistades” gubernamentales y modos de utilización de sus posibilidades, otorgan a este caso una gran complejidad, y hacen que el episodio parezca, y tal vez sea, la punta de un iceberg global de censura política, un paso más en el innegable deseo de control de las comunicaciones y, a la postre, una instancia más de la actual e irrefrenable llegada a los órganos de poder y decisión, en todo el mundo, de ciertos modos “legales” de control de la expresión del pensamiento y de censura de la opinión, que en nada favorecen la libertad de expresión en su más noble acepción.
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