La poesía, cuando habla de la conjugación de realidades, para comunicar un tiempo verbal exacto en el semblante de la belleza, no hace otra cosa más que recordarnos lo que hemos olvidado desde que el sueño de la razón nubló con su luz la oscuridad.
La mañana de ayer viernes en México, estuve revisando estadísticas de la población mundial. Entré con particular atención en las cifras dedicadas a la pobreza. Una gran parte de la tierra carece de los servicios básicos para una vida digna. Ese número de gente supera al de las personas acomodadas.
Un diálogo de estos temas lo sostengo con cierta frecuencia, con otras amistades radicadas en países diversos. Debido a una investigación en curso, yo me di a la tarea de recuperar información para argumentar un capítulo relacionado con la literacidad digital.
Esta información abstracta, además, la corroboré con un encuentro casual en el céntrico parque Juárez, de la ciudad de Xalapa, Veracruz. Un amigo me dijo que lo invitara al mercado, no a otros lugares caros y fresas (pijos) a tomar un café. Esa franja del pueblo supera en número al de la otra.
En los estudios sociológicos, o económicos, la dinámica del flujo comercial, o capital, se ha cifrado, en casos como los de Jean Robert, bajo la imagen de un péndulo. El sistema financiero se sostiene con base en un movimiento de vaivén de los distintos actores humanos: las personas van al trabajo, disfrutan del salario de sus labores en los espacios designados para el caso, y vuelven a sus hogares, para reiniciar el ciclo de producción de manera indefinida.
En ese estado de cosas, no obstante, el flujo citado se interrumpe debido a los contratiempos derivados del encuentro entre los distintos sectores de la población: la franja rica elude el trato de la franja pobre, y esta última, sin opción a nada más, mira de sesgo a aquella. El sistema del estado carece de un entramado social consecuente y coherente con los principios básicos de la justicia distributiva y el bien común.
Mis amistades en el curso de las investigaciones citadas abogan por lo denominado en la geopolítica como Sur Global. Creen en la posibilidad de un mundo mejor, con toda la ambigüedad y la incertidumbre implícitas en esa frase. Siguen siendo ingenuos, a pesar de sus grados académicos. Siguen escribiendo cartas manuscritas donde nos comparten cosas sin importancia, como el hecho de haber convivido con un vecino que llevó a la casa una bolsa de bisquets para tomar el café.
Según las estadísticas de la población mundial, muchas personas encontrarán imposible leer esta columna. No tendrán acceso a internet, además. Echarán en falta, sin saberlo, la posibilidad de tomar una copa de vino en un hogar cálido y amable. Todo esto, claro, sin hablar de la inseguridad, ese estado de cosas que necesita de todo el amor posible e imposible para reparar la caída con mayúscula en la que se encuentra el ser humano. La Vida nueva de Dante, con toda la esperanza volcada en el bien y la salud, continúa siendo una materia no aprobada por todos nosotros como especie, en esta ocasión de la vida llamada género humano.
Cada día comulgo de una manera más devota con la idea del bienestar derivado del trato con la gente: la apertura al otro deriva en el cultivo propio, de lo uno. La voz en la palabra de la gente conmueve en el oído y el alma un algo que solo se pone de manifiesto bajo esa condición. Cuando alguien sabe acallarse y rebajarse a la pequeña altura del más pobre, la comunicación brota espontánea y graciosa. Creo en esto, además, por el ingente testimonio de la correspondencia personal de autores de índole diversa, como Schopenhauer o Flaubert.
El río que en alguna ocasión contempló Jorge Luis Borges en Europa, mientras conversaba con otra persona que era él mismo años atrás, sigue irrigando con su tiempo un espacio donde no continuaremos siendo nada más las personas que somos en sí, sino también lo que los demás abrigan de nosotros en sus corazones. La palabra, como la pintura o la música, no ha dejado de convertirse en la ocasión de un encanto humano, si sabemos comunicarla de manera ordenada y austera en el oído atento de la escucha.
La literatura contiene el paso de una sombra destinada a no volver por el camino recorrido: el lector, con las potencias del alma, la crea y recrea a su manera, en un espacio abierto a la imaginación infinita derivada de una memoria y voluntad irreproducibles. La realidad letraherida surge solamente del encuentro con otro, a quien se sigue esperando todavía aunque todo haya acabado desde el principio o continúe viniendo en camino desde un mañana no sabido aún.
Engrandecer a los pequeños redunda en la contemplación de una verdad más cabal, al modo de la versada en un metro más perfecto que el nuestro por la pluma manuscrita del poeta de Beatriz. Cuando se dirige la mirada a lo bajo de esta realidad de la pobreza del mundo, las estrellas, por cursi que suene, se inclinan en igual proporción, para dejarnos al paso de nuestra huella un brillo que rutila por siempre en el porvenir.
A quién no lo conmueve un cartero en bicicleta. Quién no ha mirado un florero en una ventana abierta al mar. Dónde podemos conversar con alguien que no sienta el impulso de recoger sus manos ante una pintura de van Gogh o una carta postal encontrada por sorpresa en el buzón de casa. El círculo de la creación se cierra con el encuentro de los pobres y los ricos. La poesía, cuando habla de la conjugación de realidades, para comunicar un tiempo verbal exacto en el semblante de la belleza, no hace otra cosa más que recordarnos lo que hemos olvidado desde que el sueño de la razón nubló con su luz la oscuridad.
P. D. Una estrofa que no llegó a ser ningún poema.
Deseo del perfume de tu cuello
un verso sin misterio ni distancia:
sencillo como todo lo que escancia
el bien cuando emana de lo bello.
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