(Vaya por delante la firme convicción de quien esto firma en el valor del reconocimiento pleno de la identidad nacional de los territorios cuya historia y naturaleza así lo muestran y demuestran, y el firme rechazo a un centralismo españolista de monarquías y rémoras imperiales defendido por la reacción mediante la falsificación de la historia, el golpismo criminal, eel asesinato, la tortura y la imposición de uniformidad hasta del pensamiento, causa del atávico atraso político, cultural y de desarrollo de este país).
“No es que lo pasado arroje luz sobre el presente, o el presente sobre lo pasado, sino que la imagen es aquello en donde lo que ha sido se une como un relámpago al ahora”. WALTER BENJAMIN
Entre las enrevesadas y abstrusas operaciones políticas que en los no tan lejanos tiempos de la llamada “Transición” en este país plantearon los herederos del franquismo para vaciar los legítimos afanes nacionales de Euskadi y Cataluña, el llamado “estado de las autonomías” (incluido en la Constitución con el explícito rechazo de esas mismas nacionalidades), buscó convertirse en antídoto de las “veleidades” independentistas de vascos y catalanes.
El “reconocimiento” de las particularidades regionales, los atavismos costumbristas o el replanteo de las “fronteras” provinciales o comarcales, sirvieron para dibujar un mapa autonómico más propio de láminas escolares para colorear, que sirvió para disolver en una masa pretendidamente uniforme las legítimas aspiraciones nacionales y nacionalistas de Cataluña y Euskadi.
Las imperiales y antiguas regiones castellanas, La Nueva y La Vieja, fueron en esa operación de reparto divididas en varias autonomías, entre ellas Castilla y León o Castilla La Mancha, mediante el agrupamientos de provincias con ciertas homogeneidades relacionadas principalmente con la marginación, el despoblamiento, la pobreza, la incultura y el atraso cuyos habitantes carecían, y carecen, de sentimiento nacional alguno ni conciencia de identidad propia de ningún tipo.
Aprobado los Estatutos de Autonomía y normas y disposiciones políticas que sirvieran para funcionar como territorios administrativamente autónomos, una de las primeras tareas de políticos con nulo sentimiento siquiera regional, fue la de buscar en la historia, la intrahistoria, los cantos de gesta, las leyendas o los eventos históricos más relevantes del lugar, hojear las historias locales y las gacetas regionales para encontrar símbolos (imprescindibles, al parecer) que identificasen y construyeran la historia propia de un territorio que ahora se llamaba comunidad autónoma (la opereta bufa de banderas autonómicas, himnos, discursos “identitarios”, celebraciones, efemérides, próceres y homenajes que salpican los “orgullos” autonómicos, y los mismos pedestales mentales que llevan incorporados sus gestores, constituyen en la inmensa mayoría de las comunidades autónomas una continuada celebración del bochorno, la mamarrachez y el ridículo).
Uno de los períodos más notables de la historia de Castilla y León, además de la continuada lagotería y sumisión hacia los sátrapas que han ejercido el poder en la historia -estatuas, medallones y monumentos lo atestiguan-, quizá haya sido el del enfrentamiento entre los nobles reyezuelos dictatoriales (familias castellanas de rancio abolengo rentistas de latifundios y amos de hambrientos, súbditos y sojuzgados), contra la monarquía dictatorial en lucha por el derecho de rentabilizar la extorsión, la explotación y el sometimiento de los castellanos. Lo que vino a llamarse Guerra de las Comunidades, que tuvo lugar principalmente entre los años 1520 y 1521 con victoria final, sangrienta e inclemente, del emperador Carlos I (un genocida todavía hoy venerado en los altares de la desinformación y el vasallaje boquiabierto), fue utilizado por la clase política de Castilla y León como referente de lucha por su identidad (?) consagrándose el 23 de abril, día de la derrota de la nobleza castellana en Villalar y una de las fechas más sangrientas, por la crueldad de los vencedores para los derfrotados, como día de celebración de una supuesta (?) identidad castellanoleonesa (léase aquí nobleza en su sentido aristocrático y excluyente y no moral).
Los alegres y reivindicativos festejos que durante años, en el siglo pasado, tuvieron lugar en la campa de Villalar, convertida hoy en triste mercadillo gastrobanderil, pudieron ser un germen libertario de no haber sido colonizados por la burocracia, y lo sucedido el 23 de abril de 2024, bochornoso como cuanto toca la administración autonómica, reflejan la deriva partidista de una celebración en la que nadie nunca ha creído.
Hay fechas, eventos, personajes y jalones de la historia mucho más adecuados, sentidos y, tal vez, aceptados como celebración que ese 23 de abril en el que, si a alguien habría que recordar, homenajear y rendir merecido tributo y memoria, sería a las mujeres de entonces, desamparadas, viudas, desprotegidas, torturadas, violadas y muertas en nombre de los comuneros o en nombre del emperador; los huérfanos y los hambrientos, los muertos, los mutilados, los pueblos arrasados, los campos quemados, las tumbas sin nombre de todos los que sufrieron anónimamente las batallas de los poderosos; gentes a quienes la historia no menciona, que las crónicas ignoran y los libros obvian, y que merecen más homenaje, consideración y nombradía que tanta dinastía, apellido, familia y estandarte.
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