En una ciudad castellana, Ponferrada, tuvo lugar, hace ya más de veinte años, uno de los episodios más oscuros, vomitivos y brutales de acoso a una mujer, realizado por el entonces alcalde de la ciudad contra una concejala del mismo ayuntamiento, y que cristalizó, tras incontables trabas oficiales, episodios de bochorno judicial e indignidades varias contra Nevenka Fernández, la víctima, en una escasa pero firme condena judicial contra el acosador, pero no en un apoyo a la denunciante por parte de la ciudad ni, mucho menos, por los conmilitones políticos e ideológicos del acosador, jaleado públicamente en las calles de la ciudad una vez condenado, en algunas ceremonias de machismo sociológico, institucional y ciudadano, que avergüenza recordar, intolerable comportamiento de una gran parte de la ciudadanía de Ponferrada y de sus representantes políticos, que obligó a Nevenka Fernández a establecer su vida fuera de su ciudad y, por ende, de su país.
Ahora, la negativa de las autoridades locales de Ponferrada (y el silencio cómplice de otras instituciones del lugar y de las entidades ciudadanas de la ciudad) de permitir el rodaje en la ciudad de una película de Iciar Bollaín sobre el caso de Nevenka, es una clara demostración de que en ciertos ámbitos, hoy mismo, muchas de las ampulosa declaraciones oficiales de lucha frontal contra el maltrato a las mujeres, gran parte de los sentidos llamamientos y posicionamientos públicos y semipúblicos contra el crimen y el acoso a las mujeres, y casi todos los planes, programas públicos y declaración de intenciones contra el machismo y todas sus formas, son casi siempre fórmulas vacías, cartelones malva en la fachada, celdas en una hoja de cálculo, renglones en la compraventa de autocondecoraciones y ánimo de justificación presupuestaria, postureo de la más baja estofa de la mentira política y, sobre todo, la constatación, y Ponferrada es solo un sangrante ejemplo, de la inmensa hipocresía que en este país sigue existiendo, y ejerciéndose cotidianamente, en un tema cuyo hedor a todos debería asfixiarnos.
Decir que estos días estamos sometidos a un repunte de la violencia contra las mujeres, por el hecho de que se han producido cuatro asesinatos por parte de hombres de su entorno en un período de pocos días (todos execrables, algunos especialmente crueles), es reducir el problema a la alarma solo por acumulación, desentenderse cuando la sevicia no se agrupa en el calendario y liquidar la cuota de solidaridad con las víctimas, principalmente la solidaridad institucional, en esos minutos de silencio tan sinceros como inútiles. Y seguir luego, como satisfechos, soportando nuestra propia indiferencia.
El problema de la violencia de todo tipo contra las mujeres sometidas, su sufrimiento, su angustia, su dolor y su muerte, no se sustancia solo en evitar por todos los medios posibles, desde leyes hasta actuaciones policiales o establecimiento de medidas de protección, vigilancia y control, necesarias todas ellas y que en los últimos tiempos, a pesar del fascismo rampante, y gobernante, en instituciones públicas que paralizan, obstaculizan y niegan el problema, sino que requiere un giro radical en los usos, costumbres, convicciones, lenguajes, enseñanzas, modos de socialización, rituales gregarios y hábitos sociales, generalizados y acríticamente aceptados, que justifican por omisión, por indiferencia o también por un sectarismo bovino preocupante, los comportamientos pasados, presentes y hasta futuros de personajes, personajillos, instituciones, concejalías, asesorías y altos y bajos cargos públicos, indeseables de toda laya y responsables de todo tipo, que utilizan argumentos de lo más peregrino como la protección de la memoria ciudadana, la límpida mirada al futuro, la “imagen” de la ciudad (!) o la pretendida “superación” de hechos del pasado, para seguir dando la espalda a víctimas de hoy, asesinadas de mañana o que, como Nevenka, por mucho tiempo que haya pasado, siguen sirviendo de crisol del desprecio por olvido, por indiferencia o por el aplauso a quienes niegan la posibilidad, como se hace ahora a la directadora Iciar Bollaín, de contar la verdad en el lugar en que esa verdad, esa realidad, esa víctima pretenden ser olvidadas, es decir, silenciadas.
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