El nivel de hipocresía que ha alcanzado la Conferencia Episcopal española después de la publicación del informe del Defensor del Pueblo sobre abusos a menores en la Iglesia Católica española, ha dejado mucho más clara la veracidad de lo afirmado en dicho informe, además de alimentar la muy fundada certeza de que la apreciación inicial que se hace (alrededor de 440.000 personas) del número de menores sometidos a abusos sexuales de todo tipo en instituciones eclesiásticas católicas españolas de enseñanza, de culto o de doctrina, es posiblemente solo la punta de un inmenso iceberg de indignidad, crimen y fechoría, que precisa urgentemente una investigación mucho más profunda, con acusaciones mucho más concretas y nominales, labor que corresponde a las instituciones judiciales, fiscales y policiales de este país, y no conformarnos solo con una condena verbal, un mea culpa etéreo y falso o un mero programa de indemnizaciones económicas que nunca llegarán ni al umbral de un auténtico consuelo.
Las enormes cifras que la investigación del Defensor del Pueblo arrojan, basadas en trabajos estadísticos, sondeos, entrevistas y proyecciones matemáticas de contrastada eficiencia , realizados con procedimientos científicos legitimados en todo el mundo, dibujan una realidad oscura en los ámbitos eclesiásticos y educativos religiosos, una historia podrida y maloliente salpicada de cruces, sotanas, altares, sacristías y claustros, causa del enorme sufrimiento de cientos de miles, quizá millones, de niños y jóvenes que durante años en el negro bosque de la dictadura, y después, y todavía, fueron engañados, timados, maltratados y manipulados por sus profesores, confesores y tutores morales, además de abusados, violados, despreciados, silenciados y utilizados sexualmente mediante violencia físicas, chantaje emocional o crueles dependencias psicológicas, por quienes impusieron sobre ellos una supuesta autoridad espiritual y también penalizadora y disciplinaria.
Suicidios, problemas mentales y sociales de todo tipo, inadaptación, quiebras graves del desarrollo, la sociabilidad y la maduración o incapacidades de todo tipo, son algunas de las consecuencias que los miles y miles de niñas y niños manoseados por eclesiásticos, párrocos, sacerdotes, profesores, sacristanes y otros miembros de esa antigua secta religiosa llamada Iglesia Católica, definen la vida y arrastran a una existencia de víctimas durante años en España a cuerpos y mentes amedrentados, silenciados, amenazados y hoy, afortunadamente, respirando apenas con ese hilo de voz que el Defensor del Pueblo ha dado a su dignidad.
En otros países, incluyendo los de más raigambre católica de Occidente, el resultado de investigaciones de abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia, ha provocado manifestaciones públicas de perdón por parte de las autoridades eclesiásticas, reconocimiento de los hechos y voluntad de reparación, además de decisiones, juicios, cambios y mudanzas legales y reglamentarias destinadas a evitar su repetición. Comparada con las investigaciones llevadas a cabo en esos países, las cifras de abusos sexuales a menores en el ámbito eclesiástico español apuntan a una de las mayores, si no la mayor, amplitud de la red, en el tiempo y en el número de víctimas, de atropello y abuso sexual por parte de miembros de la organización religiosa.
La palabra hipocresía, utilizada en la primera línea de este escrito, es insuficiente para describir la vergüenza, la indignación, el sonrojo y la desazón por tanta maldad, además de por el contenido de la rueda de prensa de la Conferencia Episcopal española en respuesta al informe del Defensor del Pueblo, en la que, además de negar la evidencia, poner en duda los métodos científicos de investigación y cuestionar ridículamente hasta los principios matemáticos, se pretendió, en un mezquino intento de generalización (la técnica que llaman del ventilador, una suerte de incensario de la culpa), diluir la responsabilidad concreta de la Iglesia Católica en los abusos sexuales a menores, hundiéndola en el magma de la delincuencia sexual en otros ámbitos, y negándose el ínclito obispo Omella, portavoz para la ocasión, a calificar, distinguir y separar “sus” violaciones del concepto general de violación.
Pereza, desgana y hastío provoca comentar las maniobras defensivas, dilatorias, despistantes y hasta de fingida ignorancia, de la “respuesta” al drama de las violaciones y abusos a niños y niñas en la Iglesia Católica. Pero deberíamos intentar transmitir actitud valiente, solidaridad humana, ánimo fraternal y fortaleza legal para seguir investigando en esa oscura cueva del más ruin delito; sería preciso apoyar cualquier denuncia fundamentada, exigir las responsabilidades civiles y penales individuales y colectivas, para no quedarnos solo con el vacío lamento o la estéril condena. La infelicidad, el dolor, la angustia y la vida de tantas víctimas, nos lo demandan porque merecen algo más: por ejemplo, justicia.
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