La reciente decisión del Tribunal de Apelación de Inglaterra y Gales, de aceptar que Juan Carlos de Borbón pudo cometer cualquier delito durante su reinado sin tener que afrontar responsabilidad alguna, es una nueva bofetada en el rostro de la dignidad de todos los españoles, muy afectados ya en su sensibilidad con las sucesivas y recurrentes (e insultantes) decisiones judiciales en España de sobreseer, archivar o absolver de cualquier acusación, falta o delito a ese personaje durante el ejercicio de un reinado que le regaló un criminal dictador; un escándalo ético y moral en todas sus vertientes, que los medios de comunicación españoles callan, obvian, justifican y hasta alaban, en una permanente demostración de apocamiento y zalamería cortesana, que hiede en este país desde hace demasiado tiempo.
La persistencia de la impunidad del citado personaje, consagrada también, por lo visto, no solo en las leyes españolas sino, para vergüenza de cada una, en las de otros países, nos hunde cada día más en el pozo del descrédito como estado, y no hace sino ir minando progresivamente la confianza de la ciudadanía en una institución cuya inutilidad se afianza con sus prácticas, la monarquía, así como en una suerte de escolanía, mafia o conspiración político-mediática de protección que da ya mucha, mucha vergüenza.
Las operaciones políticas y las campañas periodísticas que, ante la evidencia de la desmesura en la impunidad y el descaro delictivo del anterior jefe del estado español, procuran y maquinan para proteger al actual jefe del estado de las salpicaduras de la corrupción de su padre, no hacen, a los ojos de cualquiera con dos dedos de auto respeto, más que evidenciar la levedad, plomiza e insultante, de una institución mantenida a fuerza de manipulación, servilismo y la peor forma de vasallaje.
Tanto las declaraciones del actual titular de la institución “renunciando” a la herencia paterna con la inocultable intención de dar imagen de separación (la herencia paterna es el trono y cargo que ocupa), como la permanencia todavía en la legislación penal de una protección indigerible por ofensas a una institución cuya sola existencia ya es ofensiva para la igualdad, los comportamientos elitistas, despectivos y clasistas de gran parte de una “corte” familiar, de parentesco, títulos, dignidades y otras extracciones presupuestarias, oscurecen de tal modo cualquier atisbo de comprensión o justificación, que el desprestigio de la monarquía en España está logrando los perversos efectos de arrastrar en su descrédito a la prensa, la actividad política y muchas instituciones desprestigiadas rápidamente por su alineamiento con ciertos comportamientos y actitudes.
La vergüenza es un sentimiento que afecta profundamente la calidad de los afectos, y que tiene mucho que ver con la auto percepción y, sobre todo, con el juicio sobre todo aquello que nos concierne individualmente. Avergonzarse uno de haber sido engañado, estafado, manipulado o insultado es algo que difícilmente puede olvidarse tras la parafernalia de la propaganda y mucho menos detrás de las intenciones de olvido por parte de los “creadores de opinión”, como ostentosamente gustan de autodenominarse los propagandistas de lo invendible.
Sentir vergüenza de cómo se ve, y de cómo ven, el país de uno mismo por las consecuencias descaradas y evidentes de no haber superado las lacras de la dictadura franquista, destruye la limpia ambición por la libertad. No permitirlo y poner los medios, democráticos, legales, contundentes y directos para evitar la permanencia del insulto, el descaro, el desprecio y la burla que esa situación genera y cultiva, es tarea política, ciudadana y jurídica ineludible y urgente para el amor propio de este país. Para su imagen. Para su futuro. Para su dignidad.
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