El sol nos dice que llegó el final

La sucesión de los giros alrededor del sol aquilata algunos recuerdos con nitidez y precisión, difumina otros hasta que casi pierden su nombre, y deja no pocos en esa carpeta de los aislados detalles o casi de los destellos. No tengo que esforzarme en abrirla para saber que la mía guarda, como una ráfaga, una noche de San Juan en mi infancia. Noche de verbena, de pueblo en fiesta, de hora intempestiva. No tanto como para recordar el sol de aquella mañana de 24 de junio en los primeros noventa pero sí para imaginar que estuve a punto de tocarlo con la punta de mis dedos. Pasarían varios años, bastantes, hasta repetir la travesía nocturna. "No había salido el sol así que era pronto", diría mi amigo Rafa; tardísimo le pareció a mi inocente alma infantil, que todavía, ya adulta, atesora lo bien que se lo pasaba mientras el reloj corría, siempre hacia adelante, siempre hacia el final.

Pensaba en esto la otra tarde, durante la típica conversación de padres en la que nunca faltan la comparación entre lo que era (o lo que fuimos) y lo que es (o lo que son). La nostalgia se peleó con la incertidumbre, pero sólo un rato. Terminó la amena tertulia, cuatro madres y yo, bendito entre las mujeres, sentados en un banco mientras jugaban... y firmaron tablas. Esa lucha, la del pasado y el futuro, la de los niños que dejamos de serlo y los que hoy juegan pero un día se sentarán en el banco a ver jugar, se habrá librado conforme a singular rito en esta noche corta e intensa, recién terminada.

Se puede, más que leer, cantar aquello de que "el sol nos dice que llegó el final". Concluye Serrat que "por una noche se olvidó que cada uno es cada cual". Fiesta no oculta la cara b del carpe diem, tempus tan fugit como una noche de San Juan con guirnaldas y sin caretas, juego de luces que además de iluminar distorsionan, en permanente disputa y contraste. Las brasas de la hoguera serán, al cabo, tierra de nadie para recoger los restos con vocación de inmortales de la incruenta batalla, los supervivientes del fuego, las verdades que no se apagan, la zarza que no se consume. Lo antiguo y lo nuevo se habrán dado esta noche un abrazo como esos que aumentan la frecuencia cardíaca y se duda entre el propio latido o el otro corazón, encontrados sin buscarse, para hacer la fiesta breve del presente, en la que lo viejo se quema y se sueña con lo que habrá de venir.

Este fin de fiesta que el sol proclama, vencida ya la oscuridad, no es sino la Palabra definitiva de Dios que ha entrado en la Historia para culminarla en la hora que ni la Palabra conoce. Antes de revelarse, como apenas un inicio de signo de admiración que nos preparase para leerla, escucharla, tocarla en tantas heridas, aquel cuyo nombre escribió su padre mudo en una tablilla: "Su nombre es Juan". Certero su dedo que señala al Redentor en trance de cordero, hermosos son sus pies de mensajero que anuncia la buena noticia. A un lado se hace mientras Cristo pasa, agua antes del fuego, estola morada y piel de camello. Y así, alimentado de saltamontes, miel silvestre y Gracia hasta el martirio, testigo hasta dar la vida, es como se apagó la vox clamantis in deserto, para que al declinar el mayor de los nacidos de mujer brillara la obra del Espíritu Santo. Suyo es el final de los tiempos, para que dejen de luchar la nostalgia y la incertidumbre y ya todo sea esperanza.

En la fotografía, detalle de los pies de la imagen de San Juan Bautista con el Cordero de Dios, en el altar que la Cofradía de la Vera Cruz elevó el pasado 11 de junio para la procesión diocesana de Corpus Christi.