Uno conoce cómo el libro en realidad se trata de un dios nuevo y pequeño con la capacidad de crear vida no vista ni usada antes aquí donde la mayoría de nosotros no nos enteramos de nada.
El reciente nombramiento del filólogo Pedro Cátedra García para ocupar la silla «A» de la Real Academia Española nos ha causado una impresión inesperada. Remontando el tiempo hasta el año 2007 o 2008 cuando lo conocimos, nunca dejó de demostrar una actitud comprometida con los máximos estándares de calidad científica en todo su ejercicio de investigación y docencia. Su buena fama, como en todos los buenos libros no leídos por nosotras y nosotros, lo antecedía en aquellos pasillos de la Universidad de Salamanca frecuentados durante nuestros estudios doctorales. Era común encontrarlo a su llegada de las universidades de Münster, Columbia, Oxford, siempre con noticias de publicaciones, de encuentros con investigadores, de nuevas invitaciones y con un repertorio de anécdotas vertido en su conversación inteligentísima, reposada, afable.
Fueron diversos los lugares donde tuvimos ocasión de compartir un espacio a su lado. Entre sus numerosísimas publicaciones cuenta con las Noticias de una pequeña biblioteca, donde vuelve a la luz una arquitectura libraría organizada según unos parámetros imposibles para bibliófilos no instalados en esa altura de la estética del libro en todo momento característica de su persona. Uno aprende a ver un libro no solo como una extensión de la imaginación, según lo refirió Jorge Luis Borges; uno comprende cómo uno de esos libros descritos por él no consiste solo en un volumen donde se encuentran contenidos los pensamientos de las mujeres y los hombres más selectos en ese sentido intelectual; uno conoce cómo el libro en realidad se trata de un dios nuevo y pequeño con la capacidad de crear vida no vista ni usada antes aquí donde la mayoría de nosotros no nos enteramos de nada.
En una ocasión don Pedro tradujo al español la conversación de unos estudiantes orientales cuando pasábamos a su lado en el Palacio de Anaya, Salamanca. «No te esperaba», le decía ella a él, «no me dijiste que vendrías». El joven tenía una expresión de asombro ante la distancia de la joven. No sé si hablaban en coreano o en alguna otra lengua oriental. Seguramente, don Pedro tampoco lo sabía. Pero él siempre tenía una observación aguda para toda ocasión fortuita como aquella. En el Monasterio de El Escorial me hizo ver cómo percibía Felipe II su reino desde esa altura transparente de la península Ibérica. Él sabía posicionarse en la perspectiva de mentes brillantísimas como la de un Enrique de Villena, un Cervantes, un Giambattista Bodoni, porque de alguna manera sabía encarnar la suma de sus conocimientos, para recrearlos nuevamente en el presente de su escritura académica. Todo esto, desde luego, modulaba su pluma para otros espacios de la literatura como la de la creación. Recuerdo un verso suyo donde el endecasílabo lo completaba con un tic toc, tic toc, de un reloj necesitado de llegar a las once sílabas.
Aquí nosotros hablamos en pasado de don Pedro. Mas nada más alejado de la realidad que eso describe nuestra relación con él. Vía correo electrónico mantenemos una comunicación constante y breve. Él sabe cómo estuvimos en Soochow University, y un día de vacaciones en Salamanca viajando desde Suzhou nos llevó a la cafetería de un hotel junto a su centro de investigaciones y nos pidió que le contáramos todo sobre la vida en ese país lejano de Asia. Nosotros, como todas las personas normales y corrientes, no supimos estar a la altura del sentido de su invitación a contarle todo lo de allá. Él quería saber cómo conseguiríamos crear un puente gigantesco de un lado a otro. Lo único que pude hacer en ese momento fue obsequiarle un instrumento de imprenta con los caracteres correspondientes a su nombre para imprimirlo como un sello.
Ayer por la mañana estábamos en un centro de investigaciones de Xalapa ejerciendo nuestras labores editoriales para un proyecto nacional del medio ambiente. Preparábamos publicaciones para las redes sociales, gestionábamos los artículos para unos boletines, atendíamos webinarios de días pasados, etc., cuando tuvimos la necesidad de buscar una palabra en el diccionario. Nuestra costumbre siempre ha sido entrar en el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española. Ahí fue cuando encontramos la noticia del nombramiento para ocupar la silla «A». A los pocos minutos vi esa misma noticia en el tuit de otro doctor por la Universidad de Salamanca. Yo no pude hacer otra cosa más que compartirla con mis padres.
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