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Nakba
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Nakba

Actualizado 26/05/2023 09:08
Ángel González Quesada

“Sobre esta tierra hay por qué vivir: sobre esta tierra señora de la tierra, madre de los inicios y madre de los finales. Se llamaba Palestina. Se sigue llamando Palestina. Mi señora: yo tengo, porque tú eres mi señora, tengo por qué vivir”. MAHMUD DARWIX, “Sobre esta tierra”, en ‘Menos rosas’, 1986.

Al tiempo que cualquier herido ucraniano concita, y así ha de ser, titulares y reportajes periodísticos en todo el mundo, el interminable goteo de palestinos asesinados por soldados israelíes, pasa desapercibido (o, mejor, desatendido) para los grandes medios de comunicación, engrosando el obsceno silencio cómplice que la ostentosa “comunidad internacional” mantiene sobre la tragedia de Palestina.

Se cumplen ahora tres cuartos de siglo de la Nakba, la indecente e innoble catástrofe propiciada por Israel en 1948, apoyada por los países más ricos del mundo, en la que casi un millón de palestinos fueron repentinamente expulsados de su tierra milenaria por la fuerza de las armas y obligados a huir a otros países como Jordania, Libia o Siria, convirtiéndose de por vida ellos, sus hijos y sus familias, en refugiados, extranjeros o apátridas (hoy casi seis millones) y objetivos desde entonces de calculados planes de exterminio por parte del usurpador Israel, con bombardeos, asesinatos, secuestros, asedios y condenas de vida infrahumana en los infernales campamentos de refugiados.

A pesar de múltiples resoluciones de la ONU, que desde el mismo día de la Nakba exigen a Israel la devolución de las tierras confiscadas y el derecho de los palestinos a volver a sus hogares y a la convivencia en paz, la “comunidad internacional” sigue tolerando sin pestañear el incumplimiento sistemático por Israel de resoluciones que ellos mismos firman o promueven, haciendo caso omiso y apenas condenando los múltiples y permanentes atentados a los derechos de los ciudadanos palestinos, sometidos en pleno siglo XXI a uno de los más descarados y descarnados ejercicios de ocupación, incautación, martirio y marginación por parte del estado israelí.

Estrangulados en el ejercicio de cualquier derecho y sometidos a unas condiciones de vida de extrema dificultad, los palestinos que sobreviven en las masificadas ciudades de Gaza y Cisjordania, pequeños enclaves de la tierra palestina no robados todavía, y que están siendo progresivamente reducidos tanto en su extensión como en sus posibilidades vitales por la política de asentamientos israelíes y permanentes boicots comerciales, económicos, laborales y culturales, la vergonzosa pasividad cómplice de los gobiernos occidentales ante tal cúmulo de ilegalidades e incumplimientos de los tratados internacionales, no solo denuncia la inconsistencia moral del tablero político mundial, sino que hace aumentar la indignación y la radicalización de las organizaciones de lucha palestinas, que no hay que confundir, como interesadamente se hace, con la Yihad islámica y otros movimientos integristas que, por otros medios y con muy diferentes intereses, también desangran, sojuzgan e injurian la tierra de Arafat.

La Nakba, el episodio más determinante de la identidad palestina como pueblo desposeído, es recordado, conmemorado, llorado y explicado en Palestina cada aniversario, y en este su septuagésimo quinto, frente al espejo de la guerra en Ucrania, adquiere una nueva dimensión que escupe inequidad, injusticia, desigualdad y marginación, evidenciando más que nunca el doble rasero con que los vivos de las democracias occidentales separan a los muertos en la moqueta de sus cancillerías.

La evidencia de la iniquidad, la complicidad de tantos países y la pasividad de la ONU cuando el estado israelí se burla una y otra vez de sus resoluciones, que es capaz de esconder la injusticia flagrante de que los refugiados palestinos no puedan regresar a sus lugares, ni a su hogar ni a la tierra de sus mayores, es también capaz de justificar la arbitrariedad de que a cualquier persona del mundo le basta con certificar un abuelo judío para conseguir la nacionalidad israelí y vivir en la misma casa palestina a la que su dueño no puede volver. No es extraño, pues, que siga ardiendo el fuego de la indignación en un pueblo que hoy no solo recuerda con dolor las matanzas, los bombardeos, los asesinatos, los robos, la expulsión y la injuria, sino que, braceando en el permanente insulto y la interminable ofensa, sigue en la desigual batalla por su identidad, sus derechos, su dignidad y su tierra. Al Nakba Al mustamirra! (La Nakba continúa).

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