“ …la consideración de un menor como alguien reeducable es una conquista histórica que podemos estar perdiendo.” DAVID TRUEBA, ‘Gatillo fácil, gatillo bloqueado’.
Asco.- Vayan estas pocas líneas, hoy, todavía braceando en el temblor del asco por la sociedad en que respiramos, por la violación de una niña de once años por parte de un grupo de niños y la consecuente imitación que, día tras día, realizan otros grupos, otras manadas creciendo en la impunidad, en la oscura cueva de la crueldad, en nuestra indiferencia.
No molestes.- Las noticias hablan del creciente número de delitos sexuales, de agresiones y de abusos cometidos por menores, imitadores de los neones de nuestra desatención, a los que invitamos cada día a navegar en océanos de podredumbre y pornografía que ni siquiera sabemos que existen, con un solo clic, y seguimos charlando amigables, miramos el televisor, festejamos sus cumpleaños, los alabamos sin cuento mientras ellos se empapan de maldad, crecen en la infección moral, asumen la brutalidad imitada a nuestro lado, inmersos en el móvil cuya cuota pagamos y de cuyo modelo presumen, sin siquiera preocuparnos por qué ven, mi hijo no, qué aprenden esos otros niños, qué nos importa lo que haga el vecino…
El horror.- Si un suceso como esa violación, su brutalidad, el estupor de su mera posibilidad, su rastro de crueldad y la irrefrenable arcada de su recuerdo, es tratado como lo hacemos, y nos consolamos hablando solo de aumentar condenas en lugar de revisar, corregir y preocuparnos seriamente por la atención a los menores y la educación racional de su crecimiento, olvidado en dos días el horror, e incorporando a la lista de nuestras anécdotas de discutir en la barra del bar la imagen, el chiste, el tweet de los once años rotos de esa niña, de todas esas niñas indefensas que nos miran, entonces pocas palabras pueden decirse de una sociedad putrefacta que pretendemos llenar de palabrería, de indignaciones de mal teatro y de condenas en couché para no hacer nada (o, tal vez, sí: un compungido minuto de silencio si la niña hubiese muerto).
La selva.- Nos mesamos los cabellos y solo sabemos colocarnos en el papel de víctima. Eso nos convierte en tembladores proclives a ser inquisidores (castigo, escarmiento, prisión, venganza…), en lugar de comprender las causas que nos nutren de jóvenes monstruos, aunque siempre nos consolará saber que el porcentaje de quienes no lo son es superior (mi hijo, no, claro, siempre otros, otros…). Un remedo de selva que tomamos por civilidad, que debería preocuparse por construir una educación, una formación y una maduración mucho más racional de sus jóvenes. Pero ahí estamos, rechazando las leyes educativas, universitarias, competencias escasas, autonomía, contenidos de la prueba de acceso, las ratios…
Una queja más.- Uno advierte que este artículo lo ha escrito muchas veces. Que la queja se disuelve y que todo va a seguir igual. Los comportamientos de las autoridades responsables en relación con esa violación (centro de enseñanza, servicios sociales y de seguridad) son un ejemplo palmario de la desatención, de la indiferencia y, también, de cierta incompetencia e incapacidad para afrontar esa palabra refractaria y para tantos incómoda: responsabilidad.
Nuestra soberbia.- Werner Jaeger, un estudioso de la cultura griega, en su monumental obra Paideia -los ideales de la cultura griega-, reflexionó e investigó sobre la educación como base y fundamento de la construcción de las sociedades. Hoy, como a tantos otros pensadores “olvidados” por los ocurrentes que mandan, cabría releerlo con atención. Tanto por leer, tanto por reaprender, y la humildad de mirar atrás y la grandeza de rectificar, y la inteligencia precisa para hacerlo...; todo eliminado por nuestra soberbia.
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