Leer un periódico o consultar un medio digital, ver una emisora de televisión o escuchar una de radio, se ha convertido hoy en España en una suerte de claudicación, un modo de resignación, una renuncia. La información, convertida en España en pleno siglo XXI en pura publicidad y total propaganda, diseñada para fines de interés y dirigida a colectivos manipulados, ha dejado de responder a esas ampulosas autoalabanzas de “la prensa como creadora de opinión”, y ni siquiera es reconocible en aquello que un día fue llamado “el cuarto poder”. La fuerza para crear opinión se basa en la honestidad, y ostentar el honor de hacerlo no es algo que se adjudique: hay que ganárselo (y no es el caso). Los medios de comunicación, que estaban destinados a denunciar, proteger, informar y aclarar para hacernos libres, se han convertido hoy en altavoces partidistas, inmensos anuncios mercantiles y el triste cementerio de los esfuerzos que un día algunos periodistas hicieron por poder hacer lo que hoy ni se les ocurre.
Se celebran estos días las exequias de un ex-Papa católico y de un futbolista anciano, Ratzinger y Pelé. Ambos, figuras importantes en otro tiempo en sus respectivos ámbitos y ya hace años fuera del ejercicio de su profesión, han sido tratados en la información de sus funerales con una desmesura y un gigantismo que, si sobrepasa la cabal medida de lo que ambos personajes venían representando en la vida de la gente, en la homogeneidad de los contenidos y en la consideración de la preeminencia informativa de sus entierros, revelan un seguidismo imitativo de los medios de comunicación españoles peligroso y fútil, e informan de la falta de perspectiva individual periodística, convirtiendo la información (?), como en el más crudo franquismo, en un monolito sin fisuras que dice, cuenta, destaca, impone y dimensiona las noticias sin el mínimo atisbo de pluralidad.
En el franquismo, las dos y media de la tarde y las nueve de la noche eran “la hora del parte”, es decir, la hora de la información manipulada, censurada e inventada, el bloque de noticias, doctrinas, consignas y enaltecimientos, que el régimen difundía en sus emisoras oficiales y más tarde en la única emisora de televisión, e imponía difundir a la misma hora a las otras (escasas y controladas) emisoras de radio existentes hasta la muerte del dictador. Prohibidas otras fuentes de información y censurados los periódicos, la actualidad, las noticias y la misma realidad decretada de lo que los españoles debían saber y conocer, eran puntillosamente diseñadas, censuradas, verificadas y emitidas por los órganos de propaganda y el atemorizado coro de la sangrienta dictadura española. Fue por eso, que uno de los cambios más evidentes y notorios del final del franquismo, fue la supresión de la monolítica información obligatoria y la aparición, poco a poco, de otros medios periodísticos y de nuevos emisores informativos de radio, televisión, prensa escrita y digital.
Después de casi cincuenta años del final del fascismo franquista en este país, aquella tibia libertad, aquellos fructíferos intentos de pluralidad y heterogeneidad en la información, que se iniciaron en el primer postfranquismo y crecieron durante décadas alcanzando épocas de gran dinamismo, han ido decayendo, desapareciendo y hundiéndose en una homogeneidad empobrecedora, escasa y exigua, a pesar del crecimiento del número de medios (hoy agencias de propaganda) que al periodismo mienten dedicarse. Una decadencia que abarca no solo a la información como tal, sino los espacios del ocio, los ámbitos de entretenimiento y hasta la difusión científica o cualquier rasgo de la cultura presentes en los todavía llamados medios de comunicación.
No solo esa vergonzante falta de personalidad mediática que se produce cada año con el inane mensaje de Navidad monárquico, o la sonrojante y unánime lisonja continuada hacia esa institución (remake chusco de la hora del parte), sino una absoluta falta de identidad de cada medio, copia unos de otros hasta en sus autoalabanzas, ausencias de carácter y de estilo lastran un panorama deprimente. Informativos televisivos idénticos en su forma, de nuevo coincidentes en su horario (la hora de...), calcos en el tratamiento y hasta el orden de sus contenidos; homogeneidad, copia y repetición en programas de ocio o entretenimiento; creación de famosos permutables, contertulios intercambiables, opiniones de quita y pon... Chantaje publicitario y abaratamiento de toda cosa, todo pasado, como la publicidad, por el tamiz de infantilismo que considera imbéciles a los destinatarios, y todo, al final, teñido de esa espesa capa de aquiescencia y auto-beneplácito acrítico que transparenta en sus autores tanto medianía como baratura y ausencia de autoestima profesional.
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