Hace solo unos días, el pasado 26 de julio, fue “ajusticiado” en Japón, mediante ahorcamiento, Tomohiro Kato, de 39 años, un criminal especialmente sanguinario que en 2008 asesinó cruel y fríamente a nueve personas, causando heridas graves a otra decena, y que fue condenado a muerte y rechazada su última apelación en 2015. Dos días antes, en Sudán, Maryan Alsyed Tiyrab, de 20 años, fue condenada judicialmente a morir lapidada por un delito de adulterio. En Kosti, ciudad del sur de su país, Maryan espera que se fije la fecha para la ejecución de su sentencia que, como se sabe, se producirá cuando pierda la vida a consecuencia de las pedradas que le lancen ciudadanos “justos”.
Ni la abismal diferencia entre Japón y Sudán en cuanto a regímenes políticos, formas de gobierno y cultura, tradición o usos sociales;
ni la incomparable diferencia entre los delitos de los que se acusa a Kato y a Alsyed, uno de flagrante maldad criminal y homicida gratuita repudiado y perseguido en todo el mundo, y el otro un delito inexistente en la casi totalidad de los países del globo, fruto de la dominación machista, de la persecución y sojuzgamiento de las mujeres que convierte en delito la desobediencia al varón, la insumisión al patriarcado o el mero pensamiento de afán por la igualdad;
ni la descripción de los diferentes métodos de ejecución de la pena capital; en estos dos casos
el ahorcamiento, que es el impedimento brusco de la inhalación respiratoria, la asfixia agónica lenta o la rotura por presión de vértebras cervicales, el ahogamiento por apnea irrecuperable o por estrangulamiento de las arterias del cuello o la rotura violenta de la osamenta cervical,
o la lapidación, que es la progresiva y dolorosa agonía de una persona inmovilizada que es sometida hasta la muerte a golpes indiscriminados con piedras lanzadas con gran violencia hacia la cabeza o el pecho, provocando heridas sangrantes, fracturas y desgarros de diversa consideración que van provocando un progresivo desvanecimiento que en absoluto evita la sensación de dolor insoportable y la lenta agonía por desangramiento, fractura de huesos y desgarros musculares.
Ninguna descripción, ni formal ni técnica podrá, sin embargo, establecer diferencia alguna en cuanto a la bárbara atrocidad que ensucia, infecta y malbarata a cualquier sociedad cual es la existencia jurídica, y la tolerancia social, y la ejecución, la justificación la comprensión o la defensa de algo tan radicalmente repugnante como la pena capital.
La pena de muerte es el exponente máximo de pena cruel, inhumana y degradante. Muchas organizaciones humanitarias, gobiernos, colectivos y personas de distintos ámbitos y creencias, se oponen a la pena de muerte en todos los casos sin excepción, al margen de quién sea acusado, la naturaleza del delito, su culpabilidad o inocencia. La pena de muerte constituye una violación de derechos humanos y, en particular, del derecho a la vida y del derecho a no sufrir tortura ni tratos o penas crueles, inhumanas y degradantes. Estos dos derechos están consagrados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada en 1948 por las Naciones Unidas, y en otros protocolos de casi unánime aceptación internacional.
Estamos en pleno siglo XXI y posiblemente en el tramo final de una forma de civilización basada en un antropocentrismo exacerbado, destructor, despectivo y, sobre todo profundamente paradójico, porque en nuestro alocado viaje hacia un futuro que despreciamos, no hemos sido capaces de superar el odio, la pulsión de venganza y los cambiantes pedestales que crean la injusticia.
Podrían extenderse las reflexiones en cuanto a las diferencias entre distintos tipos de delito y en la aberración ética y moral que constituye, por ejemplo, la existencia del delito de adulterio. Eso desviaría el foco del cuestionamiento de la condena a muerte, por muy sanguinarios, incomprensibles, salvajes o inhumanos que puedan ser los delitos cometidos por el sentenciado, como es el caso de Kato. Esa doble moral que ¿inconscientemente? provocamos en la también dual reflexión que atiende al delito o su naturaleza; ese debate que alumbramos (¿inventamos?) en la comparación y en la mera (e inútil) discusión sobre su oportunidad, que provoca inmediato rechazo en cuanto a la condena impuesta a Maryan Alsyed por lo que tiene de incomprensible, palmariamente injusto y de criminal atavismo. Tal vez provoque también, en la incomparable comparación con el asesino japonés (platos de una balanza cuyo fiel sabemos siempre vencido hacia el crimen horrendo), una inconsciente suavización, un falso cuestionamiento, una siquiera raquítica duda frente al rechazo total, íntegro, universal y absoluto que precisa una pena tan insultante para la humanidad, y para la Humanidad, como la pena de muerte.
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