"Y ahora tenemos que ir al cielo
dando un gran rodeo
por el camino del infierno,
cavando un largo túnel en el suelo
y preguntando a las raíces y a los topos
por qué ya no hay campanas
ni espadañas,
Pedro, y los pájaros…
todos tus pájaros se han muerto".
LEÓN FELIPE, Cómo ha de ser tu voz.
Como un zarpazo, y aunque venía anunciándose desde hace años, la vorágine del calentamiento global, que algunos todavía pretenden endulzar llamándolo cambio climático, ha reventado el mercurio de nuestras cómodas previsiones futuristas, y ha estallado en fuego, en pavorosos incendios y destrucción irrecuperable de valiosísimos entornos naturales, lo que ha venido a ponernos frente a nuestra propia incongruencia en la negación activa, pasiva y chulesca, de una catástrofe que ha dejado de admitir adjetivos de simulación para tornarse bofetón en nuestra estupidez.
Uno podría, como hacen los regateadores de la realidad, extender el foco al universo mundo para lamentarse de las consecuencias de nuestro insensato modo de vivir. Uno podría alinearse, para intentar justificar la hoguera y la llama y el grito y la noche ardiendo, con el estéril lamento y la urgente advertencia sobre el aumento de las temperaturas que hasta ayer mismo era solo curiosidad de telediario. Uno podría hablar de la escasez del agua con la manguera a toda presión en los bajos del coche y las duchas de veinte minutos, y uno podría comentar la desatención hacia el medio natural frente al entrecot, o sentirse ecológico con la crítica al vaso de plástico que el insolidario turista dejó junto al arroyo. Uno podría, para justificar la vorágine del fuego que estas semanas devora la mitad del norte de la Tierra y la casa del vecino y el rebaño y el oxígeno del paraíso verde, quejarse y más quejarse. Uno podría sentirse víctima de lo invencible, pero uno desciende al barro de vivir, al horizonte ingrato de la casa de enfrente y al pequeño universo que también arde y quema y grita, y uno se sabe culpable, que lo es en la parte de humano que le corresponde, pero además insultado no solo por los dioses del fuego y las maldiciones del aire, sino por las mucho más terrenales, directas e indignas políticas medioambientales practicadas en su pueblín, en su rincón de mundo, en su madriguera sola.
Ante los abstrusos intentos de justificación y evasión de responsabilidades de la administración autonómica de Castilla y León por los gigantescos incendios que han tenido lugar en esta tierra en las últimas semanas, se impone una reflexión al tiempo que el nombre de una certeza. La política de personal de la Junta de Castilla y León en las últimas décadas ha sido, y es, una de las más desastrosas, incompetentes y negligentes de cuantas se practican en el territorio español. En cuanto a la política relacionada directamente con la gestión del personal del ámbito forestal, encargado de la vigilancia, gestión y conservación de montes y extinción de incendios, las decisiones tomadas por las autoridades castellanoleonesas, desde hace muchos años gestionadas por la incompetencia de la derecha política de esta región, han sumido la actividad de vigilancia del medio natural y atención a su conservación y extinción de incendios, en una tupida red de nepotismo en la gestión, intereses cruzados en las asignaciones, negligencias insoportables en el trabajo de prevención, enchufismo, momios, prebendas, sinecuras o favoritismos tanto en la elaboración de las relaciones de puestos de trabajo como en la atribución de funciones, nombramientos, convocatorias, concursos y baremos, lo que ha provocado, en cuanto las condiciones atmosféricas han escupido todas las profecías, una casi completa incapacidad de gestión, prevención y acción frente a los incendios consecuencia de un calentamiento global que, por otra parte, ha sido siempre despreciado por aquí en cuanto a la aplicación de medidas anticontaminantes, de conservación y racionalización de recursos, así como una relajación intolerable en las políticas inspectoras y sancionadoras frente a la desidia de demasiados actores de las más ruines plusvalías.
(Podría extenderse idéntica reflexión a la gestión de la política sanitaria y otras de atención pública en la Junta de Castilla y León -culturales, industriales, de investigación...-, pero el relato de las sinecuras y las negligencias que salpican desde hace décadas la gestión pública castellanoleonesa, ocuparía tanto espacio como el rosario interminable de quejas de colectivos, asociaciones, particulares y profesionales que, con insultante desatención, van acumulándose en las papeleras de los despachos públicos de Castilla y León).
Los enormes incendios que estos días arrasan este cuadrante de país secularmente abandonado por las centrípetas soberbias y los centrífugos desprecios, podrían haberse extinguido, y algunos evitado, con la atención que figura en las rimbombantes promesas electorales de bandera y chulería de quienes han demostrado una incapacidad que rebasa los límites de lo aceptable. Las excusas de hoy para evadir responsabilidades no son menos ridículas que indignantes, y tan dañinas como falaces, y la búsqueda de justificaciones, acusaciones, sofismas chuscos y recovecos legales para evadir la culpa, son un juego infantil, una prueba de la desgana y una interminable vergüenza para cualquier castellanoleonés.
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