Charo de Irureta, poeta del desgarro

Los poetas no mueren si han dejado por el camino de la vida el rastro imperecedero de sus versos. El pasado 17 de julio murió una mujer que tuvo en el privilegio de su pluma las emociones humanas más dolorosas y el nervio emocional más sublime.

Charo de Irureta apareció a principios de los 90 por el Ateneo de Salamanca, allí nos obsequió con una breve amistad que los años diluyeron del todo en la ausencia de una distancia que ganó la belleza mediterránea de Gandía.

Mi vida envolvía entonces un baúl de incipientes versos y fraternales amistades con gente como Félix Grande García, Conchita San Román o José María Sánchez Terrones. Fueron años de generosas inquietudes y muchos, muchos recitales. Charo llegaba a Salamanca con un libro primerizo titulado “Camino y voz” que yo guardo como oro en paño con su cariñosa dedicatoria. Luego vendría un rosario de versos de tremebundo contenido como “Poemas para un suicidio”.

En ese su primer libro, el poema “Carta al hijo” me causó una emoción cercana al llanto desde el primer momento que lo leí. He dado infinidad de recitales públicos y siempre lo incluía en el programa.

Charo de Irureta fue una mujer, la escritora que yo conocí, de profundos desgarros emocionales que se licuaban en sus versos solidificándose después en un armazón de pesimismo y esperanza de frágil equilibrio. Poeta de altura, sujeta a la lírica más amarga que no por ello menos valiosa, siempre contextualizada en los sentimientos que, con mayor desasosiego, arañan el corazón.

Me hubiera gustado seguir siendo merecedor de su amistad. Fue imposible, marchó a la costa en 1995. Pero me dejó sensaciones hermosas e inquietantes que nunca olvidaré.