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Tanta oscuridad
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Tanta oscuridad

Actualizado 19/02/2022 09:16

Con los consabidos rechazos de la parte más reaccionaria del parlamento español, se ha iniciado el trámite para la creación de una Comisión parlamentaria que investigue los “abusos” a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica española. Paralelamente, y solo como consecuencia de una investigación periodística previa del diario El País, el gobierno ha encargado al Defensor del Pueblo que se ocupe del tema y, consecuente aunque tímidamente, la Fiscalía General del Estado declara que, por fin, tomará cartas en un asunto que afecta directamente a miles de personas (muchas más que los denunciantes directos), y que embarra la convivencia y apesta, descorazona y pudre la escasa confianza que a muchos aún quedaba en ciertas instancias de la obstaculizadora jerarquía eclesiástica española.

(Las comisiones parlamentarias que sobre ciertos temas se crean en España, caen casi indefectiblemente en la inoperancia o se convierten en grotescas celebraciones de la numerología electoral, sin llegar a servir para lo que deberían: investigar, aclarar e informar; y suelen utilizarse para dar carpetazo a asuntos de extraordinaria gravedad que merecerían una clarificación e información que justificase el nombre de un parlamento que se quiere democrático o, al menos, el sueldo y la misma existencia de demasiados negligentes en escaños -estas líneas, que se escriben antes de que se debata la mera creación de esa Comisión Parlamentaria, ojalá se equivoquen-).

Si en otros países con igual o mayor tradición y presencia eclesiástica en la sociedad, los “abusos” a menores cometidos por miembros de la Iglesia Católica ha sido investigados, algunos juzgados, denunciados y condenados, en España, “la reserva espiritual de Occidente”, como a algunos les gusta apropiársela, se ha producido, y todavía, un ocultamiento directo y cómplice de estos hechos, no solo por parte de la misma institución a que pertenecen los delincuentes, la Iglesia Católica, representada por una llamada Conferencia Episcopal de conocidos inmovilismos, sino de las instituciones públicas entre cuyas obligaciones figura la protección de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables, débiles, desamparados e indefensos, los menores, cuyos derechos han sido y son conculcados gravemente con el trato y maltrato sufridos durante décadas (y siglos). Niños y niñas, sometidos a una intoxicación mental cínica e interesada para luego ser salvajemente violados; infantes chantajeados con obediencias, dependencias, culpabilidades, pecados, chantajes absolutorios, autoridades extraterrenales, servidumbres inventadas y deberes impuestos para con sus violadores, torturadores y maltratadores; víctimas que ven cómo esos verdugos han venido paseando su indolente impunidad durante lustros ante la indiferencia de todos; víctimas sometidas durante años al silencio y el desdén, al desprecio y la amenaza; personas rotas de por vida y con enormes problemas mentales, de ansiedad, de sociabilidad y convivencia, que siguen esperando, esperando y esperando, que un día su país responda o, al menos, escuche su dolor.

El término “abuso” se queda corto, porque quiere devaluar bajo su inocua referencia lo que implica: pederastia, violación, maltrato y sometimiento sexual realizados por miembros de la Iglesia en España. La definición de “abuso” no contiene ni se acerca a la realidad y al dolor que sí estará en las cabezas de todas y todos aquellos que fueron quebrantados en su desarrollo vital, que fueron violentados en su integridad física y su sensibilidad humana, infringida su voluntad y su inocencia, engañados, vapuleados con la mentira y la mezquindad, vulnerada su paz y atropellados sus derechos; estará en el cada día de todas y todos a los que se conculcó su derecho de vida, a los que se quebró su futuro y su alegría y a los que se transgredió su ternura, su esperanza, su amor...

Ya se sabe que, a pesar de la palabrería cada vez más mezquina y falsa, no será la Iglesia Católica la que mueva un dedo para investigar, clarificar y denunciar las violaciones y torturas a menores en su propio seno. Pero tampoco será el Defensor del Pueblo, cuya labor no ha de partir de un encargo sino de una opción directa o como respuesta a una denuncia, y no a un reportaje periodístico, quien saque a la luz, denuncie, juzgue y condene los crímenes de los pederastas de la Iglesia. No será tampoco una de muy dudosa imparcialidad Comisión Parlamentaria –si llega a crearse- la que abra las ventanas de la indignidad y el oscurantismo criminal de las sacristías y las aulas escolares. No será una Fiscalía mediatizada, paralizada y politizada la que grite alto y claro el nombre de los culpables ni la que conforte a las víctimas con el castigo de sus verdugos. No serán los partidos políticos reaccionarios ni la tibieza de otros o la indecisión del gobierno quienes hagan por fin justicia con tantos como sufren. Será, ha de ser, la decidida voluntad del pueblo unido en su afán de justicia, defensor de su dignidad, orgulloso de su fraternidad humana y su valor, mediante la presión constante hacia sus representantes y todas sus instituciones representativas, judiciales, administrativas, políticas o sociales, quien termine de una vez con tanta oscuridad.

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