Entre la multitud de quiebras, pérdidas y extravíos que el abismo de la enfermedad en el mundo está provocando en este tiempo, se alza como gran tragedia en lo que nos espera, la revalorización de lo más negativo de un concepto, noble en su enunciado pero que a lo largo de la historia ha servido de coartada para las más grandes sevicias y los mayores crímenes: lo nuestro.
A la artificial solidaridad que crea la desgracia compartida, basada en el mínimo esfuerzo de un aplauso o un like, se está oponiendo, y de la forma más mezquina, una categoría creciente que sí tendrá reflejo social en el escaso futuro que nos aguarda: lo nuestro, nosotros. Utilizados estos conceptos en su sentido excluyente y no como reconocimiento de lo que nos define, están siendo expandidos como negación de lo diferente, como rechazo de lo extraño o lo exterior, y a ser valorados como elementos de defensa, culpabilización del otro o atrincheramiento protector, son extendidos, cultivados y propuestos por organizaciones de claro tinte fascista y recogidos por cabezas incapaces de admitir el valor de lo ajeno y menos de sentirse una parte más de algo común. Cual si hubiese necesidad de un enemigo y, por tanto, de un yo combatiente, la prevalencia del concepto "lo nuestro", que necesita del antagonista "lo ajeno" para justificarse, al tiempo que genera un maniqueísmo de trazo grueso, degenera también rápidamente hacia la particularización en "lo mío" que carece de naturaleza si no se enfrenta con la fórmula "lo tuyo".
Se está produciendo en las redes sociales, en el debate político y hasta en las relaciones personales, una explosión de xenofobia doméstica, un crecimiento exponencial de la intolerancia y desprecio a lo discordante, una creciente negación de la crítica y una antipatía cuasi violenta por lo distinto que, predicados y azuzados por voces muy conscientes del poder irreflexivo de la masa homogeneizada por la burda consigna, quieren venderlo como mérito en mentalidades desavisadas. Así, la militancia excluyente de la pertenencia, el club privado de lo que se es, el sentirse dentro de un gregarismo de falso orgullo por ser lo que no el otro, hace que el chapoteo en la vacuidad del seguidismo, el orgullo en brazaletes, la boca abierta de banderías y las miserias ya existentes de racismo, xenofobia, falso orgullo, intolerancia, nacionalismo, aporofobia o creencia esotérica, engañen a muchos como poseedores de mecanismos protectores o formas de supervivencia reservadas solo a ellos y sus conmilitones, pero lo cierto es que crean enormes masas de pensamiento simple y único, círculos radicales, piñas, complicidades y sensaciones militantes colectivas de escalofriante necedad, reos todos de manipulación política, social y económica, dirigibles y destinados al asentimiento y la unanimidad.
Verdad es que otra de las "ventajas" de una cuarentena inédita e incomprensible, es la facilidad con que todos nos "retratamos" en el proceloso mar del aislamiento, y que la sinceridad semi-obligatoria descubre, más de lo que quisiéramos, nuestro verdadero rostro tras la máscara que acostumbrábamos vestir. Las características ineludibles de la pandemia que sufrimos, vistas desde la óptica genérica de especie humana, habrían de bastar para limar, eliminar y superar muchas de las artificiales diferencias que nuestro modo de vivir fue depositando en la costra de lo que llamábamos normalidad. Sin embargo, ese bautismo de nosotros nos ha descubierto distintos de lo que esperábamos: proclives a amaneceres desconocidos o reacios a crepúsculos nuevos; devotos de resplandores impensables, amigos de monstruos de pesadilla o enemigos del espejo.
Enarbolamos el número de "nuestros" muertos o "nuestros" enfermos, enfrentándolo al número de los del otro (país, continente, raza), y ese apretamiento particularizador, numantino y absurdo en la contabilidad de la tragedia, se va estrechando en este país reduciéndose primero a comunidades autónomas que contabilizan "sus" víctimas, frente a la comunidad vecina que hace lo propio, en un loco descenso a la particularización, a la diferenciación y a las más escalofriantes señas de identidad mortuorias que en dos días se definirá por provincias y más tarde por ciudades, pueblos, barrios, calles o edificios. Y nosotros siempre militaremos, o nos harán militar, en alguno de ellos.
La igualdad que un virus decreta sobre todas y cada una de las personas no parece suficiente para superar ciertas dinámicas mentales de diferenciación y, por tanto, exclusión, que veníamos arrastrando desde hace siglos. Muy al contrario, parece que asomarse al mundo y verlo azotado por la desventura generase una mirada introspectiva que es hostil a los otros, y que nos dice que en lugar de iguales, fraternos y cómplices, somos diferentes, únicos, otros... : somos nosotros.
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