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La eternidad y un día
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La eternidad y un día

Actualizado 18/04/2020
Ángel González Quesada

¿Hay alguien ahí? (locución antigua)

Que cualquier aproximación a la tristeza esté tácita y públicamente prohibida en un mundo hecho a base de deseos inconcretos, no impedirá que la realidad se filtre entre las rendijas de este abrazo general a la deshora de que un virus homicida nos ha obligado a enamorarnos. El desfile de autoridades, expertos, responsables, teóricos, mandatarios, especialistas y asesores que naufragan entre fechas, aproximaciones, retrasos, reformas y dibujos futuros de la vida, es de tal magnitud, tan inútil y asfixiante, que con el estupor de su patetismo estamos construyendo una realidad paralela hecha de previsiones infundadas, plazos injustificados, fútiles enfrentamientos y cambios imaginados, que parecen llenar de algo las horas de nada y de temor, estas jornadas que horadan hasta el tuétano la idea misma de lo que somos.

Todavía, como si fuese a servir, la ideología y la animosidad política obstruyen el pensamiento clarificador que pudiera despertarnos a un mundo hoy anestesiado, y un desastre humanitario que somos incapaces de entender deja sin sentido, incluso, los delitos de lesa humanidad que ayer nomás, en boca de cualquiera, hubieran despertado una indignación hoy solo reservada a lo superfluo. Mantener la coherencia ética no es fácil en un mundo que nos pide a cada instante una palabra que lo defina, y al segundo siguiente una pregunta que la niegue, afirmando lo que tememos y negando lo que deseamos en una infernal noria de no saber, no saber, no saber... Las palabras están perdiendo sentido: libertad, democracia, derecho, beneficio, comunidad... La filosofía carece de respuestas y se empeña en citar y recitar a los pensadores de un mundo que ya no existe; el pensamiento se topa cada segundo con su propia incoherencia y la imaginación se vuelve repetición, ejemplo, deseo y, sobre todo, miedo, temor, pavor. Ninguna previsión sirve para atisbar un punto de luz. Pero caer tampoco sirve.

Hay un relato de Poe, La máscara de la muerte roja, en el que frente a la peste que siembra todo el reino de cadáveres, el príncipe Prosper decide encerrarse con corte y soldados en su castillo de altos muros para evitar que el mal los contagie. Pronto, enfermando y muriendo uno tras otro, todos descubrirán que no pueden huir del mal porque el mal traspasa cualquier muro, y que aislarse es solo negarse, y que los altos muros no sirven sino para huir de la propia naturaleza; también del abrazo y del adiós (los cierres de fronteras que se suceden durante la pandemia de coronavirus son tan estúpidos, inservibles y absurdos como están demostrando las cifras que atraviesan cada día como un rayo la estadística en cualquier lugar, cruzando cualquier país, igualando cualquier rincón).

Frente a la mezquina baratura de pactos políticos, de bonos plurinacionales y de diatribas partidistas, algunos hablan de una Constitución sobre la Tierra, una norma gestionada en comunidad y en el entero mundo que, igual que la Naturaleza nos iguala y coloca en la taxonomía de los seres vivos, nos considerase solo personas, nos protegería por igual, nos salvaría a todos -o a ninguno- y nos devolvería sin distinciones ni fronteras la identidad de especie que nos hemos empeñado en negar durante milenios. Semejante idea, como era de esperar, y antes siquiera de ser completamente enunciada y mucho menos planteada, ya ha concitado el rechazo de los dueños de la Tierra, de la clase dirigente acostumbrada a sus castillos de Prosper, a sus rayas en los mapas, a sus democracias particulares, a su mando en plaza, a su pedazo de mundo, a su mezquina autoridad, a sus normas nacionales tan diferentes entre sí, que muchos parecen creer que la nacionalidad los hace diferentes frente a un virus. Esa norma ideal, que ya existe, se llama Carta de las Naciones Unidas y hasta hoy ha sido insultantemente despreciada.

Probablemente un mundo sin nosotros no será lo que alumbre una enfermedad que traerá un mundo con otros nosotros. Quizá con otros de nosotros. Pero otros. Los restos de lo que fuimos todavía gotean en forma de esperanza y de deseo, pero también de ruindad y de desprecio. Y de egoísmo. Tocqueville temía, con razón, la negativa de los hombres a moverse de lo que conocían. Queremos volver a ser lo que nunca supimos ser. El pequeño espacio de sueño y albedrío que nos fue concedido como especie, está finalizando ahora. La condena a vivir en sinvivir será el comienzo de un escalón distinto, de otra cara del prisma de una vida que, quizá, no merecimos. O no nos mereció. Hay un horizonte al abrir la ventana que no tiene caminos ni dueños, y que espera una nueva roturación, otro amanecer, distinta mirada. Ver lo que se tiene delante exige una lucha constante. Ojalá no convirtamos, o conviertan, el futuro en una nueva condena a la eternidad.

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