La publicación oficial, el pasado 9 de agosto, de una lista de 4427 nombres de españoles muertos hace casi ochenta años en varios campos de exterminio nazis, además de las obvias reflexiones que suscitan la tardanza de esa publicación y la ausencia de otros miles de nombres de ese infame listado, hace resurgir con toda su fuerza la inacabable indignación de saber que cada línea de esa lista nombra a un español expulsado de su tierra y empujado a la muerte por sus compatriotas, cuyo único 'delito' fue ser español, tal vez demócrata y republicano, posiblemente ciudadano legal o defensor de la igualdad, creyente en el derecho, devoto del respeto y, seguramente, amante de la libertad.
Tomemos al azar un renglón de esa relación de víctimas del fascismo y deletreemos lentamente el nombre y los apellidos pensando en el tiempo de su vida, en los afanes que lo desvelaron o le hicieron feliz una mañana, en sus lealtades y quizá su pasión, en los ojos que miraban el amanecer y veían moverse las manos de sus hijos...; pensemos en su voz y su estatura, oigamos atentamente su silencio, evoquemos su amor o sus rencores... su pelo, su forma de caminar... Y al tiempo reflexionemos sobre la razón y el motivo ajenos a él, que lo llevan hoy a asociar su nombre para siempre a Mauthausen, Gusen, Auschwitz, al dolor, a la desesperanza, al hambre, a la angustia personal, intransferible y única que fue umbral de una muerte indigna, inútil, incomprensible... Un renglón interminable, no un número y ni siquiera una fecha sino la vida de vivir cercenada porque sí, por la maldad que nutre el egoísmo, la imposición, la sinrazón y el desprecio.
Recibida en amplios sectores del periodismo (o de esa cosa amarilla y pueril que hoy llaman periodismo) como una curiosidad de la que extraer el cotilleo de saber en qué campo murieron, y cuántos, los paisanos de la provincia, o calcular qué porcentaje de españoles fueron asesinados en éste u otro matadero, y bucear en los apellidos buscando parentescos propios o ajenos, la lista de cuatro mil cuatrocientos veintisiete nombres de españoles publicada en el Boletín Oficial del Estado brilla, sin embargo, como un punto de luz que empieza a disolver la negra traición del olvido, porque además de significar un reconocimiento simbólico a los republicanos muertos en el extranjero a causa del golpe de estado franquista, alberga la (dudosa) virtud de denunciar y dejar en evidencia la ausencia de otras listas, las de las víctimas aún no reconocidas de la guerra civil española y de la escalofriante represión de cuarenta años de franquismo, la lista que reconozca cómo, por qué, dónde y cuándo, y dé nombre, carta de dignidad y reconocimiento a miles y miles de condenados por los tribunales ilegítimos instaurados tras el golpe militar de 1936, fusilados, represaliados, torturados, esclavizados, muertos y antes y después por la inquina, la envidia, el odio y el mero capricho, despreciados por la dictadura más cruel del siglo XX, así como reconocerlos como víctimas con todos los pronunciamientos favorables, y que puedan ser honrados como luchadores por la libertad, estableciéndose mecanismos para la búsqueda de los restos de los desaparecidos y la consiguiente reparación a sus familias, inspirándose todo ello en los principios de memoria, dignidad, justicia y verdad. Algo que se ha hecho en países de todo el mundo después de períodos dictatoriales, incluso en lugares con menores posibilidades de todo tipo, y que la llamada democracia española, trufada aún de pústulas y rémoras fascistas, no ha sido todavía capaz siquiera de plantear.
La historia necesita el testimonio de la verdad, y quienes hacen la historia no son quienes la escriben sino quienes la viven, la sufren y definen su tiempo incluso con la triste aportación de su propia muerte. La historia de cada uno de los nombres de la lista publicada el 9 de agosto debe ser el inicio del relato que denuncie y saque a la luz la indignidad del franquismo, que no solo arrojó a miles de españoles a las inmundas fosas del nazismo sino que instauró sus propias fosas todavía ocultas bajo la papilla espesa de la manipulación tendenciosa de la verdad, y deberá formar parte de esa historia general que es preciso creer que un día contará, nombrará, dilucidará, aclarará y hará justicia a quienes vivieron un tiempo tan oscuro que su nombre en un boletín oficial signifique algo más, mucho más que el frío testimonio de su muerte y pueda convertirse en la memoria de su vida y su tiempo, y sea un claro eslabón de la justicia, un grito que desde el pasado no solo nos conmueva sino que, pronunciándolo, nos alumbre el camino del futuro.
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