El ojo humano, en sus indagaciones, gira siempre, y el hombre también gira siempre a izquierda y derecha, hace piruetas. Se aferra a todo y se siente atraído por el centro de gravedad del lugar entero. De repente el problema se extiende en torno a él.
Aquí , en la ciudad, se dispone de paredes rectas, de un suelo que se extiende, de agujeros que sirven para el paso del hombre o de la luz; puertas o ventanas. Los agujeros iluminan u oscurecen, alegrando o entristeciendo. Las paredes resplandecen de luz, o están en penumbra y provocan alegría, serenidad o tristeza en una sinfonía perfectamente armónica
En la realidad, los ejes no se perciben como los muestra el plano en la mesa de dibujo, sino sobre el suelo, cuando el hombre está de pie y mira al frente.
El ojo ve lejos y, objetivo imperturbable, lo ve todo, incluso más allá de las intenciones y de las voluntades.
En mi ciudad la "plaza" es un lugar natural de encuentros para ciudadanos, de todo carácter: espontáneos u organizados, y lo que es realmente importante, donde todos tenemos la posibilidad de juntarnos sin distinciones de posición social, ideologías políticas o religiosas, son su esencia, la verdadera y real, sin ella la ciudad no existiría.
Cada plaza con sus características singulares tiene un rol a cumplir, siendo símbolo y referencia de "su" ámbito urbano.
Las plazas son espacios de la cotidianeidad. Su ubicación en la trama urbana trasluce una concepción de la ciudad. Estudiándolas, estudiamos la ciudad. "La plaza es como la identidad de la ciudad."
Por la plaza, ámbito de encuentros, pasan itinerarios que recorren la ciudad y para comprenderla, hay que recorrerlos, porque no se puede entender nada sino se ve la vida circulando.
Las ciudades se hacen también con memorias y olvidos, con amor y desamor, con algunos momentos que no queremos arrojar a la papelera del olvido y con otros instantes que deseamos borrar por completo de la pizarra de nuestro espíritu.
Escribimos infatigablemente, soñando lo suficiente para penetrar la realidad. Alzamos diques contra lo crepuscular, rindiendo culto al sol y algo aún más esplendoroso, luchamos para ser?
Pronto nos pondremos a conversar. no encima de las ruinas, sino de los recuerdos, porque ellos son ingrávidos y las piedras están llenas de entrañas, llenas de aire, y son como ramas de agua. Mientras cae la lluvia, y acariciamos los sueños:
Pensarte, ciudad
de los encuentros, reencuentros y recuentos,
de historias que son mariposas de sueños,
mientras tus muros y ventanas realzan el color de tu cielo,
mientras las horas del reloj se cansan y gimen,
en un carnaval de gloriosas hojas y flores.
Entonces, ciudad, vuelvo y te pienso, -quizá nunca me he ido de ti.
Me gusta escribir ?como si nada y a la vez todo fuera importante?
aquí en el centro del incendio, en plena Plaza y siempre.
Escribir, como si estuviera escrito, que el ruido de esas tazas sobre el mármol tuviera que pasar el sonido claro de los versos.
La tarde entera se remansa en la plaza, serena y sazonada, bienhechora y sutil como una lámpara, clara como el agua de una fuente, se abre, como el sueño, por esta brecha abierta en medio de la ciudad del aire.
Este espacio no es un espacio vacío. Es ancho y grande, como un hueco abierto en la ciudad. En el tenemos esa placentera sensación de toma de distancia con el mundo cotidiano de la ciudad.
No hay silencio entre las palabras? y es como un intervalo del sueño. No simplificamos cuando decimos que la Plaza es parte indispensable de la vida misma.
Si, a través de una plaza podemos conocer a una ciudad y su gente, esto implica que los hechos que suceden ahí tienen la suficiente trascendencia para acceder a ese conocimiento.
La importancia está dada por la vigencia permanente de estos espacios aún cuando varía la causa por la cual se mantienen vigentes.
Y te recuerdo, mi plaza como te vivo porque recordar es poner el pasado sobre una lámina sepia, que, como una reliquia, tira sus anclas en la imaginación.
Desde aquí escribo sobre la ciudad que duerme.
Después una melodía en el aire embellece la plaza y los recuerdos,
porque nuestros actos (los vividos y los soñados)
permanecen en alguna parte de nosotros.
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