Concita la atención de cámaras, micrófonos y titulares la imagen de un condenado por corrupción en el momento de entrar en la cárcel, y se repiten, analizan, mecanografían y comentan sus palabras de perdón dirigidas en tal momento a quienes hayan podido sentirse afectados (dice) por el comportamiento que le lleva ahora a la mazmorra, pero ni devuelve un céntimo de lo que robó. Y coincide en el tiempo tal ruego de absolución con otro del mismo tenor que pronuncia el presidente del Tribunal Supremo español, que también pide perdón por la, digamos, desaseada forma que el órgano que preside ha gestionado una sentencia relacionada con los costos de las hipotecas bancarias, pero ni mienta a quién beneficia esa chapuza ni cómo se ha transparentado la naturaleza subordinada a muy concretos intereses del alto tribunal que preside. Y uno, y todos, recuerda el bochornoso momento en que aquel rey que por obra y gracia del genocida Franco sufrió este país durante un montón de años, que también, también, pedía público perdón orbi et orbi por algunos comportamientos personales no a la altura de, digamos, la misma honestidad y de los que un artículo a machamartillo en una ley protege de toda responsabilidad.
Uno ignora si el ruego de perdón de un culpable sirve de algo a la víctima cuando no repara, repone ni devuelve lo arrebatado de su bolsillo, de su dignidad o de su vida, o si esos pronunciamientos surgen, oh iluminación, como sincero descargo de conciencia cuando ya las condenas son firmes y no hay posibilidad de retrasarlas, recurrirlas, obstaculizarlas ni esquivarlas; o si tal vez esos condescendientes ruegos de perdón son solo muy meditados primeros pasos para ir cumplimentando los requisitos de reducción de condena penal o social con que este país incauto y olvidadizo responde, al paso del tiempo, a las máscaras de la compunción y el gimoteo.
Pedir perdón por ser un delincuente, un negligente, un indigno o un corrupto es una triste forma de seguir burlándose de las víctimas que, personal o colectivamente, durante años sufrieron y sufren (sufrimos) la altivez, el desdén, el engreimiento, el abuso de autoridad, el robo, la mentira, la manipulación, la desvergüenza, la altanería y la fatua pedantería de personajes inmersos en castas de todo tipo, económicas, sociales, familiares o aristocráticas que, a costa del esfuerzo ajeno y con las armas de la manipulación, la falacia o la imposición, medran en paraísos privados que hunden a millones de personas en la miseria o la incultura, o los arrojan a un vasallaje servil de dependencia, atadura y miedo.
Tal vez las rémoras de la cultura judeocristiana que algunos países como España son incapaces de superar, con categorías como la indulgencia, la misericordia o la conmiseración, estén todavía condicionando lo que debiera ser la estricta justicia tanto en la ley y los principios que la rigen como en la apreciación social del delincuente. Pedir perdón tal vez signifique en ciertos ámbitos y relaciones, una vez sustanciadas las condenas, los castigos y las reparaciones, una decisión que ayude al acercamiento, a la integración o a la reconciliación. Pero ese perdón rogado cuando el delincuente, el negligente o el indigno ha sido descubierto y se ve atrapado, o cuando ha intentado toda clase de acciones, ocultamientos, artimañas o trucos para escapar de la mirada justiciera de los tribunales o la ciudadanía, tiene más bien el valor de un brindis al sol. Y a la sombra.
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