La noticia, convenientemente oculta tras ostentosos titulares de lo trivial, de que se impartirá también religión islámica en centros públicos españoles, golpea como una enorme bofetada la sensibilidad de quienes creen en los valores éticos de la enseñanza, en la utilidad moral de una educación racional, en el laicismo, en la inteligencia y hasta en la misma decencia. La ya antigua indignación porque la enseñanza de la religión católica se imparta en los centros educativos públicos de este país (contra lo que muchos seguimos batallando), viene a acrecentarse con la introducción de otra religión (la que sea) en los programas de enseñanza, que dejan de ser educativos para convertirse en doctrinales, intoxicadores y obstaculizadores del conocimiento, de la libertad de pensamiento, de la capacidad de avanzar y la oportunidad de una auténtica maduración.
No existe en estas líneas diferenciación alguna en cuanto a la consideración de los perjuicios que conlleva que la enseñanza de cualquier religión figure en los programas educativos públicos. La introducción en el estudio de los jóvenes de la amalgama de patrañas ritualizadas y mentiras flagrantes de que se nutren todas y cada una de las religiones, hace descender el nivel de competencia general de la enseñanza, no sólo en sus aspectos docentes, sino en el contenido moral que ha de albergar toda acción pública colectiva destinada a la mejora de los niveles generales de conocimiento.
El lugar que ocupan los centros españoles de educación superior en los rankings internacionales (insignificante); el bajísimo nivel de preparación de los estudiantes españoles, certificado una y otra vez por estudios, encuestas y estadísticas; la chabacanería general en el llamado ocio cultural (taurinismo, brutalidad, borrachera constante...); los ridículos porcentajes de lectores en España; la babosería futbolera en todos los ámbitos; el machismo, la envidia, la maledicencia y más y más detalles de la boca abierta general en este país, tiene mucho que ver, tal vez demasiado, con la desatención con que se contemplan no solo los contenidos docentes (y la forma de impartirlos), la disciplina y sus afluentes autoritarios, la inexistente o contradictoria educación en familia, los ejemplos absurdos, las normas atávicas y las formas inconscientes, sino, sobre todo, con la paralización constante de la libertad de pensamiento con que los jóvenes educandos (un decir), ven obstaculizada la mirada a la cultura, a la ciencia, al conocimiento y a su propio lugar en el mundo. Una paralización, un insalvable obstáculo directamente relacionado con el amedrentamiento religioso, el sexismo machista de las religiones, la desigualdad propiciada por la enseñanza religiosa, las obligaciones jerárquicas de las religiones, los mandatos y mandamientos religiosos, las liturgias religiosas, los rituales religiosos, los ministros religiosos, los cielos, los infiernos, los paraísos, los castigos, los purgatorios, el pecado, la culpa, la expiación... y toda la pompa, parafernalia y colonización social de un país sumido en el griterío festivo, amedrentado e incapaz de plantarle cara a tanto dios de madera como por ahí pulula.
Si la religión, cualquier religión, que es una actividad de vivencia personal que nada tendría que influir en la convivencia y mucho menos en las metas de las sociedades, sigue estando presente en la clave del desarrollo colectivo cual es la educación; si sigue invadiendo las escuelas y, como ahora, aumenta en lugar de anularse como dicta el sentido común y la ley, el retroceso intelectual de la sociedad irá avanzando imparable hasta ahogarnos en las babas de nuestra propia ignorancia.
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