"No tememos a las ruinas. Estamos destinados a heredar la tierra..."
BUENAVENTURA DURRUTI
El panorama socio-político global de los últimos tiempos, de una mediocridad y niveles de corrupción casi insoportables para quienes un día creyeron en las bondades de la democracia parlamentaria, pervertida hoy hasta la náusea por la inquina y la codicia, hace que no sea difícil volver la vista hacia el anarquismo, hacia la hermosa realidad de la anarquía, ese bello sueño de libertad que el capitalismo y sus voceros se han encargado de arrumbar, y que constituye en este tiempo de asco y miseria moral, una instancia insoslayable de la esperanza. Caminar hacia la anarquía en las sociedades modernas no tendría más que ventajas, por mucho que los reidores de la injusticia, los comentaristas de lo alimenticio o los vasallos del servilismo hayan querido convertir la palabra anarquía en sinónimo de desorden. No quieren saber que la anarquía, sin embargo, es la consecución de la estabilidad del vínculo interindividual sin el dominio del poder, que garantiza la armonía de las relaciones humanas al margen de todo principio de autoridad.
Las resplandecientes ideas enunciadas por Proudhon, analizadas y discutidas por Marx (y también por Hobbes), redefinidas por mentes tan preclaras como las de Nocick o Philonenko, se alzan hoy, en este pantano de posibilismo, codicia, plusvalías, incultura y propaganda, como una esperanza real para los pueblos y un horizonte de libertad para los individuos. La anarquía, que hará que el Estado vuelva a ganarse el respeto de sus integrantes; y la cultura la naturaleza de su pasión por el pensamiento; y la economía su función de instrumento del crecer; y el tiempo su íntima naturaleza de trama en la urdimbre de un futuro a la medida de lo posible y en la senda de los deseos de los seres humanos. Y la palabra súbdito desaparecerá. Y el más y el menos no tendrá que ver con la naturaleza de las personas.
Y amanecerá para todos.
No es el anarquismo, ni la arribada de la anarquía como medio de convivencia una utopía como tal irrealizable, sino la recuperación del auténtico mundo social de naturaleza colectiva, donde los individuos obedezcan sus propias leyes en territorios comunes en que la necesidad sea respondida siempre. Una sociedad real, más allá de bellas teorías que la usura y la desigualdad tratan de estructurar a su medida, que hará posible el grado de felicidad indispensable para que cada uno de nosotros, y todos nosotros, podamos sentir que las instituciones manipuladas por las clases dirigentes no nos escupen en la cara cada instante, y que la vida de vivir se vive viviéndola realmente y no por delegación, que la vida no se vive dejándola pasar ni muriéndola y mucho menos soportándola.
La superación de las formas políticas de unas democracias mediatizadas por los partidos, por la representación y por las leyes del número, será posible siempre que los individuos tomen conciencia de su propia valía como tales, como sujetos protagonistas de su propio devenir, y renuncien a ser masa, a ser rebaño y cifra; se nieguen a ser súbditos, consumidores, compradores; se rebelen contra la fila, el montón, la imitación, el número, el color o el plazo, y se sientan protagonistas de la forma de su porvenir, uniéndose voluntariamente a sus semejantes para elaborar normas de convivencia basadas en principios morales que puedan definirlos como seres humanos.
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