Una copa de vino

El jueves 23 se me acercó una persona cuando tomaba café a primera hora en el lugar de siempre. Me vendía puntos de lectura con diseños de pétalos de flores y dibujos a lápiz. El repertorio era amplio. Uno tenía la figura de rocas en torno a animales en la playa. Otro reflejaba el vuelo de una parvada en la superficie de un río. En una pieza más, la lluvia convertía en lodo el camino a la escuela de unos niños. Me dijo cuánto costaban.

En mi trabajo, comenté con Tania ese encuentro. Ella nunca había visto a la persona. Le dije que no había percibido nada extraño en su acento y que parecía ser de aquí, salvo por la impresión que me causó de demorarse en cada gesto, como el de indicarme su marcapáginas favorito, o el de resaltar una serie de trazos que eran el viento en unas prendas colgadas al sol. Pero sus expresiones no resultaban afectadas. No eran una estrategia comercial. Parecían estar desprendidas de una intención de ventas y enfocarse, en cambio, en un verdadero interés por resaltar los diseños. Ese tiempo del que disponía y que volcaba de manera inusual en sus obras (supongo que eran suyas), me hizo verlo como de otro Estado, o de otro país, incluso. Tania me dijo que ella habría tenido la misma impresión, pero que ella sí le habría preguntado de dónde venía.

Generalmente, uno está acostumbrado al lugar y a los usos y las costumbres de donde es. La capacidad de asombro está disminuida. O si bien esta capacidad puede ser ajena a permanecer o no en un mismo sitio durante un tiempo prolongado, otros condicionantes actúan sobre ella, como el grado de implicación con la realidad que uno pueda llevar a la práctica en sus acciones cotidianas. En los niños, se encuentra a flor de piel. La vida nace en ellos como el sol en el horizonte a las siete de la mañana. Tienen las ventanas de sus cuerpos abiertas al día y a la noche y no vuela ningún pájaro por esos cielos sin que ellos no lo acompañen en su recorrido aéreo. Esa impresión me causó la persona de los puntos de lectura. Probablemente, por eso no le pregunté nada personal. El hecho de conocerlo era lo importante y estaba de más saber ninguna otra cosa.

Él sí me preguntó de dónde era yo. Me dijo que tenía acento colombiano. Antes, en otra ciudad donde viví, hubo personas que pensaron que era colombiano. No, les dije que no. Ah, es que tu voz tiene ese acento. Bueno, quizá suene a colombiano, pero no soy de ahí. Eso sucedió varias veces, tal como sucedía de nuevo ahora. Sí, tiene acento colombiano. Mire, tengo otros puntos de lectura más, pero estos que le he enseñado primero son los mejores. Escogí uno con la imagen de una bailarina.

A Tania le gustó. Sacó de su bolso un libro de poesía de un tal Edelman, me parece, y me dijo que ella podría darle un buen uso. Yo le respondí que seguramente sí podría, pero que no podía regalárselo así nada más. En ese objeto, había un mensaje que quería asimilar antes de desprenderme de él. Ella me contestó que si quería que comiéramos juntos, a ver si de esa hora de la mañana a la hora de la comida yo ya había asimilado el mensaje. Ten, tómalo de una vez. Es tuyo. ¿Seguro, Juan Ángel? Sí, ten. Tania, a cambio, me dio el suyo. Tenía la imagen de una copa de vino.

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