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Evitar la realidad
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Evitar la realidad

Actualizado 30/01/2016
Ángel González Quesada

No debería darle a uno tanta vergüenza ser ciudadano de un país donde la corrupción política y una increíble impunidad como respuesta campan a sus anchas, sobre todo habiendo vivido tantos años entre la chabacanería, la envidia, el mal gusto y la mediocridad que han caracterizado la vida política e institucional española desde que uno tiene memoria. Tendría uno que estar acostumbrado a esta podredumbre, y sin embargo a uno sigue abochornándole el espectáculo que ofrecen estos días los partidos políticos españoles, las diatribas de sus [Img #541386]dirigentes, las ocurrencias de sus portavoces, sobre todo los partidos más camanduleros, los que han tomado como cosa propia, como intransferible y casi privada el funcionamiento de las instituciones, y como muestra ese enjuague de intolerable encarnizamiento despectivo realizado con la atribución de los asientos en el Congreso a los diputados de Podemos, que aunque sea solo un ejemplo de la inquina, la animosidad y la bilis que destilan estos veleidosos contra quienes juzgan como usurpadores de 'lo suyo', da noticia de la pobreza moral y la enanez ética de quienes hasta anteayer todavía algunos creían sus representantes.

No debería uno sentir tanta desazón al oír hablar a los ministros (hoy en funciones) de un gobierno repleto de incapaces, cuando algunos y algunas de sus miembros difícilmente alcanzan a construir en público dos frases correctas cuando les falta el papel ?y aun con él-; y sin embargo uno sigue pidiendo que se lo trague la tierra por tener que ser representado en el mundo entero por esta manga de baldragas cuyas apariciones públicas aumentan exponencialmente la infinita náusea en que se ha convertido ya cualquier comentario, noticia o imagen de los que creíamos políticos. Recurre uno, para evitar la angustia, a remedios de todo tipo (infusiones, lecturas o drogas variadas), con tal de huir del acechante vómito y el permanente asco por tener que seguir viendo cómo se convierte, convierten o convertimos en árbitro y señor de la decisión democrática de los ciudadanos expresada en las urnas, quien ni ha sido elegido ni dispone de legitimidad alguna por mucha legalidad que lo ampare, y uno, queriendo borrarse, comprueba con desconsuelo que ni en la clausura de las monjas que la tradición le enseñó que podría ser retiro definitivo cuando la basura llegase al cuello, encontrará más que casos como el de las Mercedarias que esclavizaban a las pobres e inocentes indias como hacían los peruleros hace quinientos años, y ni aunque uno vuelva la vista al otro lado de la espiritualidad solo encuentra casos de pedofilia, de abusos y de graves delitos en conventos, seminarios, órdenes y hermandades. Así que, al final, no sabiendo uno dónde meterse de purita vergüenza que siente cuando oye hablar de cultura al ministro de Cultura, de trabajo a la ministra o de limpieza energética a Soria y, en general de honradez a unos cuantos, uno decide que, en realidad, tampoco tiene tanta importancia que otro ministro condecore oficialmente a una figura de escayola, o que un torero de los que todavía existen se ponga a darle a su oficio con su hija en brazos cual Michael Jackson en el balcón o que haya marujones que se llaman periodistas porque uno ha descubierto que, al final, la estupidez, la astracanada, la sandez y la pura imbecilidad son en realidad los verdaderos remedios para evitar la realidad.

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