Frenarse

Hoy habría querido escribir de asuntos de los que soy testigo directo y me queman. Pero la prudencia me pide frenar el impulso. Es un cierto instinto de conservación el que me manda frenar. Al revés de lo que el cuerpo me pudiera pedir. No obstante con un par de días de por medio, dos noches de sueño conciliador, se paran ardores e ímpetus iniciales y sosiega uno pensamientos desordenados. Esperemos.

Ayer tarde con amigos y cañas de por medio, conocí alguien rudo y locuaz, personaje joven como un armario de dos cuerpos de aspecto, y trabajo de gimnasio, mano y brazo como una maza, de voz rotunda, que dijo llevaba siempre en su coche guardada una sartén con mango para una emergencia (y no precisamente de freír una patata o una morcilla). La emergencia era por si había un conflicto y tenía que bajarse del coche para imponer su razón. Yo le comenté que lo de la sartén no era apenas necesario en su caso, pues daba dos voces, enseñaba el material del brazo y aquello se apaciguaba sin más, claramente a su favor. El simpático personaje (que lo era), me daba la razón al tiempo que volvía a enseñar el brazo y el puño. Pero insistía en que también se bajaba con la sartén por si hacía falta. Y acaso con eso ya no hiciera falta más. Era como un freno de mano más seguro.

No es mal recurso lo de la sartén en las junglas que pueden convertirse ciertos trabajos y las andanzas por ciertos andurriales. Y a veces los andurriales están por el mismo centro y en lugares de culto insospechados. Lugares donde te agreden a la menor. Donde el vapuleo, con connivencias de las alturas, está permitido y hasta aconsejado. Y adonde unos echan el freno por precaución y otros simplemente no lo hacen. Y cuando las palabras ya no valen que se impongan las sartenes.