"Serenidad, comprensión y una reflexión pausada" son las premisas que nuestro esclarecido ministro de Sanidad aduce para seguir paralizando el inaplazable debate que, sobre el derecho a la muerte digna, este país necesita para librarse de la indignidad y la mezquina servidumbre que le han impuesto el fervoroso oscurantismo eclesiástico, el constante manoseo de la ética pública y las diversas manipulaciones educativas de la moralidad individual, realizadas durante siglos, y todavía, por los lacayos políticos de las jerarquías religiosas.
El derecho a la muerte digna, o llámese el reconocimiento de la libertad de decisión respecto al fin de la propia vida o la eliminación de injerencias en las convicciones individuales sobre principios de moralidad personal, es un tema interesadamente arrinconado una y otra vez por intereses políticos de tipo reaccionario, cada vez que un caso puntual trasciende los muros de su privacidad, como ha sucedido con el reciente caso de Andrea, la niña enferma en Santiago de Compostela, que al final ha podido morir dignamente según el deseo de sus padres, después de haber tenido que denunciar judicialmente a los médicos que se obcecaban en mantener en Andrea una existencia dolorosamente inútil y desesperanzada.
Tanto o más grave que la inexistencia de leyes claras de reconocimiento del derecho a la muerte digna y contra la obstinación terapéutica y el sufrimiento evitable ?las les que existen, parciales e insuficientes, precisarían de desarrollos mucho más concretos y, sobre todo, ámbitos universalizables para su aplicación-, es esa suerte de "libertad" de conciencia con que algunos médicos, al igual que sucede con otras cuestiones ?el aborto, por ejemplo-, plantean sus objeciones personales contrarias a la libre voluntad del enfermo o sus tutores.
El derecho a la objeción de conciencia que, como cualquier derecho, nunca puede ser perjudicial para el ejercicio de ningún otro, sobre todo individual ?el de la muerte digna, en este caso-, puede muy bien ser expresado, ejercitado y hasta ostentado por los profesionales de la medicina con el simple acto de la renuncia a participar en la atención de enfermos involucrados en ese tipo de procesos y, por tanto, no tomar decisiones sobre ellos. La permanencia de este tipo de objetores de conciencia en los equipos de atención a enfermos terminales que podrían tomar la razonada decisión de morir, no puede ser compatible con elementos relacionados con las creencias particulares, completamente ajenos a la profesionalidad, tales como las convicciones de tipo ético, religioso o de otra naturaleza, pues ello constituye una intolerable injerencia tanto en la libertad personal del enfermo como en el normal funcionamiento de la sociedad, ya que significa, dadas las posiciones y el poder de decisión de cada parte en estas disputas, la imposición arbitraria de una opinión sobre otra y un evidente desequilibrio en cuanto al valor que se otorga, y la posibilidad de que se ejerza, el derecho de cada uno.
En cualquier manual de Teoría del Derecho o tratado sobre la Justicia y la Ley ?que también saben leer los no juristas profesionales-, se analizan y contemplan las diferentes posturas que, respecto de una misma acción, pueden mantener las partes enfrentadas, y nunca se otorga a ninguna preponderancia alguna sobre la otra. Una de las acepciones de la palabra 'derecho' ?que también puede ser leída por los profesionales de la Medicina- apunta a "la influencia legítima de la relación con otras personas" (el subrayado es mío). Esto es, precisamente, lo que no sucedía en el Hospital de Santiago hasta un minuto antes de que un juez estableciese el equilibrio necesario ?que permitió descansar en paz a Andrea-, y lo que ahora una llamada Asociación de Abogados Cristianos, argumentando con sus particulares creencias, quiere de nuevo desequilibrar con su denuncia -¡denuncia!- presentada contra los padres de Andrea.
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