El perdón y la vergüenza

Lamentable que haya que esperar a que la cifra de los aniversarios termine en cero para que los medios de comunicación presten atención a la conmemoración de sucesos cuya importancia debería estar inscrita con caracteres indelebles en el frontispicio de la Historia. Así que en este por tantas razones putrefacto 2015, ha vuelto a suceder en el septuagésimo aniversario de la explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki.

Desde el primer aniversario de las luctuosas fechas del 6 y el 9 de agosto de 1945, los medios de comunicación llamados occidentales, han "conmemorado" esos asesinatos masivos como si la destrucción causada, los cientos de miles de muertos y heridos, la inconmensurable crueldad y el dolor causado al atacar de forma semejante a la indefensa población civil, hubiesen sido debidos a un accidente inevitable o a un desastre natural. Esos terribles zarpazos de inusitada ferocidad en Hiroshima y Nagasaki, de imposible encaje moral ni justificación posible, que han sido sistemáticamente minimizados o silenciados hasta rozar el embuste histórico por la política, la prensa y hasta cierto tipo de literatura, al tiempo que durante décadas se ha magnificado el ataque japonés a Pearl Harbor o la 'Soah' como referentes máximos de los crímenes de guerra, que por muy graves que fuesen no fueron los únicos, construyendo así una visión de la historia a la exacta medida de los vencedores. Así ha sido en todas las ocasiones en que los cada vez más lacayos medios de comunicación y agencias de noticias, han descendido de sus pedestales victoriosos para recordar su dicen que democrática victoria sobre Japón, obviando cada año en todo lo que han podido, y las hemerotecas pueden dar cumplida cuenta, la naturaleza de los medios utilizados para tal fin, la mínima reflexión moral sobre su utilización, las intenciones de advertencia para otros países, los afanes de poderío nuclear en la absurda carrera armamentística y hasta evitando nombrar a Estados Unidos de América como responsable directo de semejante tropelía. La coartada de la guerra para justificar cualquier sevicia ha venido sirviendo durante setenta años, y todavía, para justificar uno de los crímenes más horrendos de la historia y para evitar cualquier tentación de pedir por ello disculpa o perdón.

Y ahora, setenta años después, las apelaciones a la fraternidad entre los pueblos, las frasecitas de afable solidaridad con los japoneses en sus pérdidas, las lágrimas de cocodrilo bajo los mástiles y las banderas y los emocionantes y evocadores himnos al atardecer, han sido de nuevo el menú occidental de la conmemoración este año, no muy diferente al que podría servirse después de un tsunami o de un gran terremoto.

Y, de nuevo, se ha puesto el acento, informativa y políticamente, en el valor de las bombas para el final de la guerra yen su utilidad en la alegría de la victoria, pero ni una palabra, ni un lamento, ni una lágrima por la siembra de dolor y muerte y sufrimiento y angustia que signarán para siempre a las dos ciudades japonesas. Paradójicamente, y como si fuese un gigantesco sarcasmo (o algo peor), se transmiten televisivamente, se atienden informativamente y se publican con todo lujo de detalles en los medios occidentales, no sólo las ceremonias fúnebres con que los japoneses recuerdan a sus muertos por las bombas atómicas ordenadas por Harry S. Truman y sus aliados, sino que se presta una especial atención a los rituales formales de petición de perdón que Japón celebra cada año por sus culpas en la guerra y se les critica, sin vergüenza alguna, que puedan un día dejar de hacerlo.