El verano y los mulos

El calor aprieta, el respirar se hace costoso, el corazón se acelera, la sensación de angustia comienza a resultar intensa, el sudor se apodera de ti y aún te queda mucho para alcanzar el descanso prometido, no siempre conseguido.

El mulo, con las anteojeras colocadas, camina por el surco en el que le han situado, lo hace sin parar, sin descansar, con frío, con calor, con una cadencia que le permite mantener un ritmo y que, finalmente, le agota. Cada vez que se acerca el amo del animal, para que mantenga su ritmo, le propina un par, o tres, de golpes con la fusta que deja próxima al mismo para que la vea y no lo olvide. Cuando el niño, que le profesa cariño al animal, se aproxima le recompensa con varios azotes en el lomo. Al aparecer la esposa del amo, ve jugando al niño, próximo al mulo, regaña al zagal y propina en las ancas del bicho unos golpes con una vara.

Día tras día, sin poder ver su enrededor, sin descanso, camina, camina, camina, se detiene para comer y camina, camina, camina, para a dormir y, al despertar, camina, camina, camina, hasta que un buen día pierde pie, tropieza, cae y resoplando pierde el último aliento y muere. Ese día, el amo, la esposa, el niño, buscan un nuevo pollino que mantenga el ritmo, camine, camine y camine, sin pensar ni por un momento en aquel que dio la vida, en aquel instante; es más, exhiben un cierto grado de alegría por lo que la novedad aporta en ese momento.

Comienzan los días de vacaciones, de relax, de descanso y disfrute, o eso dicen, ojalá sean así para todos y no dejemos en el camino a mucho mulo que camine, camine, camine, mucho anciano colocado en residencia, muchos niños sin la asistencia de sus padres, muchos padres sin el sosiego de la familia, muchas familias rotas, muchas mujeres maltratadas por la vida, por sus hijos, por sus esposos, muchos hombres incomprendidos, zaheridos, vilipendiados y abrumados por una familia que nos les aprecia, muchas personas en soledad, abandonadas y sin rumbo.