Como si hubiesen escuchado de pronto el apocalíptico toque de corneta que anunciara la inminente invasión de los bárbaros, los tertulianos, los portavoces, los periodistas, los bustos parlantes y hasta los desocupados marujos/as que tanto abundan en este país, han caído en la cuenta de que los proyectos independentistas catalanes significan una amenaza a no-se-sabe-qué, y han desplegado todos sus gestos, sus anatemas, sus santas indignaciones y hasta sus amenazas contra quienes han osado alterar su verano con semejantes utopías.
Si no fuese porque estamos tan acostumbrados a la mediocridad periodística y política de este país, las andanadas de descalificaciones e insultos que se vierten contra el proyecto soberanista catalán y sus defensores, podrían inquietarnos seriamente. Pero habituados a la imparable verborrea de quienes todavía se creen generadores de opinión y adalides del pueblo, escuchamos sus admoniciones no mucho más indolentes que aburridos.
El proyecto soberanista catalán, planteado por fuerzas políticas y sociales de Cataluña desde hace lustros y, particularmente estructurado en propuestas concretas hace tres años, ha tenido este verano la virtud de destapar bruscamente las más palurdas esencias patrioteras del centralismo español. Abanderado por políticos, tanto gobernantes como opositores, cuyas actitudes ante la cuestión catalana causan tanto espanto como aflicción, vergüenza ajena y ganas de vomitar, la respuesta a los planteamientos políticos, de impecable corrección, de quienes gestionan el proceso independentista, no ha sido sino el vocerío y la burda descalificación, cuando no el insulto, la amenaza o, como algunas declaraciones de ministros y ministrillos, la mezquindad, la bajeza moral y la chabacanería.
Los intentos de aglutinar un rancio nacionalismo españolista frente a las legítimas aspiraciones del pueblo catalán, recuerdan demasiado los argumentos, los discursos y las decisiones que se sucedieron en este país en los años treinta del pasado siglo y que, entre otras cosas, nos sumieron en el más oscuro túnel de la indignidad franquista. Hoy, aunque bisoños todavía en materia de democracia y reconocimiento de derechos, pero integrados en una comunidad internacional muy lejana de aquellos devaneos caudillistas del siglo XX y, supuestamente, lo suficientemente informados para comprender, analizar, respetar y debatir en sus justos términos cualquier propuesta o aspiración democrática de los individuos y los pueblos, la inquietante unanimidad que muestran los grandes medios de comunicación españoles contra las aspiraciones de Cataluña y la falta de respeto por quienes la defienden, no casualmente coincidente con la estrecha mirada y la cortedad viejuna y anquilosada de los grandes partidos políticos en el tema de las nacionalidades, la independencia y los derechos colectivos, nos muestran, todavía, demasiados flecos imperiales, revelan escasos hábitos democráticos y nos anuncian que nos queda mucho que aprender.
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