Mediocre abril

Hace un par de días se ha 'celebrado' en Castilla y León otro 23 de abril, una fecha desde hace décadas vaciada de su significado por los más insípidos y paletos intereses institucionales y convertida, como muchas otras, en pedestre autohomenaje de políticos de moqueta, devotos del corbateo y pelotas del amigote y la banderola. Tan lejana esta celebración de aquellas que en los primeros años de la democracia reunían en la campa de Villalar principalmente a los progresistas de la izquierda más auténtica (también, hay que decirlo, salpicados ellos por aquella explosión de afán libertario que inventaba efemérides, banderas y ascendientes), poco a poco aquella festividad fronteriza y faltona, se ha vaciado de cualquier significación que tenga que ver siquiera con la lucha por las libertades y mucho menos con identidad alguna, tornándose romería de mirones a la que no falta la misa ni la mantilla. La adulteración que significa la utilización de las luchas comuneras y los preclaros nombres que las encabezaron, debería provocar más vergüenza que afinidad para cualquier castellano o cualquier leonés, sobre todo dichas en boca de quienes hoy liquidan, envilecen, abaratan y deshonran todo por lo que aquellos aguerridos castellanos entregaron la vida.

Una comunidad autónoma como la castellano-leonesa, producto del bricolaje político de la transición, unida con pegamento de intereses provincianos, empresariales y económicos, sometida como muchas otras a un proceso de invención de referentes, diseño de su historia, símbolos y efemérides y producto al fin de aquel inolvidado "café para todos" que pretendió ?y en cierto modo logró- desactivar las particularidades de las nacionalidades históricas ?Cataluña y Euskadi-, convirtiendo la administración territorial española en un puzzle de influencias políticas y, a la postre, pequeños reinos de taifas donde se sustancian los intereses partidistas y los mercadeos electorales y que se han convertido en crisol de la desigualdad entre ciudadanos, es una comunidad cuya artificiosidad viene a cobrarse cada día su cuota de insustancialidad.

Hace pocos días, hablando acerca del penúltimo caso de corrupción destapado por la prensa nacional, el de los presuntos sobornos de millones de euros a políticos de Castilla y León por la instalación de parques eólicos, un periodista afirmó que en 'esa' comunidad todo está bien atado, "incluso los medios de comunicación", afirmó, y por ello el asunto, salvo que sea del interés del periodismo nacional o sirva de arma a los partidos de ámbito estatal, no tendrá eco alguno porque esta comunidad, dijo, "está dormida, es nula para la reivindicación, sus medios están al servicio de intereses muy concretos y siembran constantemente la semilla de la resignación regada con el silencio". Al margen de que las palabras del periodista contengan mayor o menor cantidad de verdad ?que uno cree que mucha-, es cierto que la aparición de esta comunidad en los medios de comunicación nacionales sólo se produce cuando asoma algún hecho luctuoso o el hedor de la corrupción amenaza traspasar las seculares murallas medievales de las que tanto presumimos; que los políticos que desde hace decenios nos representan constituyen el paradigma de la medianía, el ejemplo de la opacidad y el modelo de la quietud y el sinsabor. Y que las celebraciones institucionales del 23 de abril deberían servir, de seguir existiendo, que esa sería otra historia, al menos para algo más que para pasarse la mano por la espalda, sacar pecho por nada y hacerse fotos junto a la estatua de los santos del lugar.