Viaje a Ítaca

Cuantas veces nos apresuramos para que pasen los días con el único fin de que llegue el de mañana, para que una vez en el mañana, ansiar el siguiente, sin darnos cuenta de que los días se nos van escapando, sin que les llenemos de contenido.

Una vez hemos conseguido la meta, ¿qué nos queda? nada. Habremos apresurado nuestro caminar por la senda de los días para llegar a la meta que es la nada. Una meta sin retorno, en la que apenas permanecemos el tiempo justo para echar una mirada atrás y contemplar el bello paisaje por el que hemos atravesado sin habernos parado en ninguno de sus rincones, sin haber disfrutado de las cristalinas y frescas aguas de los muchos arroyos que hemos atravesado con tanta rapidez por alcanzar la otra orilla, que ni siquiera nos hemos dado cuenta de que estaban ahí. Sin habernos sentado a la sobra de los frondosos árboles que pueblan los innumerables bosques que hemos atravesado a marchas forzadas, por salir de ellos buscando la luz del sol. Y cuando hemos alcanzado la luz del sol, nos hemos apresurado buscando la sombra, sin disfrutar las caricias del sol, ni el frescor de la placentera sombra, mientras observamos el valle por el que hemos transitado.

Hemos subido montañas por escarpados senderos, en un duro caminar, que por ser duro, apresurábamos el paso para que terminara cuanto antes, sin darnos cuenta de que incluso en esa dureza hay bellezas escondidas, que sólo el espíritu sabe contemplar cuando el sosiego se apodera de nosotros. Pero no, no teníamos tiempo para entretenernos en esas minucias de la vida, eso quedaba para los poetas, para los ilusos, para los vagos. Nosotros teníamos que llegar a la meta cuanto antes, teníamos que ser los primeros en llegar.

Muy bien, ya has llegado. Echa la mirada atrás y contempla el fantástico paisaje por el que ha transcurrido tu vida. Míralo deprisa, muy deprisa, porque apenas te quedan unos segundo para contemplarlo, luego, tú y él desapareceréis para siempre.