Lágrimas de Dios

Hoy he visto pasar el horror del mundo desde un asiento de piedra en la Plaza Mayor. Quizá fuera el calor, o la alergia que me tiene entontecida, pero lo he visto.

Jugaban los niño con sus pequeños atuendos domingueros, zapatitos nuevos y globos de colores, y de pronto me parecieron encerrados en una jaula, con el horror dibujado en sus ojos, mientras un embozado prendía fuego al suelo cubierto de paja, convirtiéndolos en espeluznantes teas de las que salían los más horribles gritos de dolor.

Jóvenes estudiantes sentadas en el suelo formando montones de grupitos al sol, riendo mientras se refrescaban con las tarrinas de helado, de pronto cayeron abatidas por los disparos de ametralladoras que llenaban de convulsiones sus cuerpos ensangrentados.

Las mujeres paseando con sus maridos, con sus bolsos de piel llenos de absurdo, sus medios tacones y sus cabezas de peluquería de ayer, caían bajo el peso de bestias que rasgaban sus vestidos y las violaban con saña una y otra vez.

La tuna que cantaba junto a las mesas de las terrazas, mientras detrás de ellos se acercaban manos con grandes cuchillos que los decapitaban en un instante.

Hoy he visto pasar el horror del mundo fuera de la pantalla de la televisión, a mi lado, en mi Plaza Mayor.

Y no lo he entendido. En la calle de al lado suena el estruendo de los obuses que destrozan vidas y pueblos enteros. En las personas que llenan la Plaza está la guerra, el dolor, el fanatismo, la sangre. Y no se dan cuenta.

Hoy he visto en el suelo de la Plaza las gotas de cera de los cirios de las procesiones y me han parecido lágrimas de Dios, por la indiferencia de un mundo que se estremece ante imágenes de madera y pintura, pero que sigue jugando, riendo y paseando como si la gente de carne y hueso de la calle de al lado no existiera, porque lo que vemos en la televisión nos parece muy lejano, sin darnos cuenta de que eso que vemos está ahí, en la realidad, en esa calle de al lado llamada mundo.