Dame un voto y moveré La Tierra

Era el primer día de campaña, unos y otros tenía que convencer a todos de que ellos eran los mejores para gobernar el pueblo, bueno lo poco que podían gobernar, porque lo cierto era que casi todo les venía gobernado de la capital.

Se había abierto la veda, empezaba una temporada en la que todo valía. Durante esos días, cada cual podría decir lo que quisiera, sin reparar en gastos. El fin, que era conseguir el voto, justificaba los medios.

En el pueblo no había problema, todos se conocían y todos sabían de qué pie cojeaba cada uno. Por lo tanto daba igual lo que dijeran. A veces, en los pequeños mítines que hacían en la taberna, las carcajadas brotaban con tal potencia que se oían en todo el pueblo. Y es que cuando llegaban estas fechas se decían unas cosas los unos a los otros, que si no fuera porque les habían visto nacer y crecer, a punto estarían de caer en la tentación de creerles. No se sabía de dónde podían haber sacado tanta ciencia y tanta labia para hablar como lo hacían. Diríase que la madre Naturaleza, llegando estas fechas, obraba el milagro de dotar a todos los candidatos del don de la palabra, don, que el resto del tiempo, les era negado. Hasta el más lerdo prometía con tal galanura que daban ganas de abrazarle y hasta de darle un beso, si eso no fuera motivo de escándalo en el pueblo y porque sabían que en su casa hablaba y actuaba de una manera que nada tenía que ver con lo que allí decía.

El primer día de la campaña, que, por casualidad, coincidió con la inauguración de un tramo de carretera que llevaban años esperando, y que buena falta hacía para ir y venir a la capital sin jugarse el tipo, apareció, en uno de aquellos coches que pisaron por primera vez el asfalto recién echado, un hombre muy encorbatado, al que no acababan de encajar

- ¿Y tú de quién eres? - le espetó, un lugareño.

- Del señor Antonio, el del prao de arriba- le contestó el capitalino tratando de imitar, sin éxito, el habla de los del pueblo.

- ¿Pero ese? no se fue a la capital hace ya más de treinta años?

- Así es, y allí vive, yo soy su hijo

- ¿Y qué quieres ahora, después de tanto tiempo sin aparecer por el pueblo?

- Pues he venido a pedir tu voto, bueno y el de todos los del pueblo que quieran que todo cambie y que se hagan las cosas bien, para que todos podáis vivir mejor.

- Si los que viven en el pueblo toda su vida, y se lo conocen al dedillo, no son capaces de mejorarlo, ¿cómo lo va a mejorar uno que ni siquiera sabe colocarlo en el mapa?

El de la corbata empezó a soltar una retahíla de frases, de rimbombantes palabras, de cosas que sonaban a cántico celestial, pero que nada tenían que ver con las necesidades del pueblo.

Terminado su discurso fue aplaudido con gran efusividad por todos los asistentes, aunque ninguno entendió nada de cuánto dijo.

Se paseó por todo el pueblo, entró en los bares en los que estaban jugando la partida, bromeó, sin gracia alguna, con todos, y al final de la tarde montó en su coche con toda la comitiva y abandonó el pueblo.

Llegó el día de acudir a las urnas y la inmensa mayoría volvió a votar a los de siempre.

- Al menos son del pueblo y sabemos de qué pie cojean ? Comentaban, camino del bar, en el que tomarían unos vinos para celebrar el deber cumplido.