Reyecitos

Aun sin alcanzar el insultante significado que, más que el discurso mismo del Jefe del Estado cada veinticuatro de diciembre (allá cada cual), tiene el inquietante servilismo y la baboseante unanimidad informativa con que los medios lo imponen a los españoles ?que recuerda el obligatorio 'parte' franquista contra el que, boquitas pintadas, dijeron luchar quienes ahora reeditan sus imposiciones -, otras 'tradiciones' políticas vienen a redondear la constante, cansina y pueril repetición que caracteriza las fechas navideñas. Una de las más llamativas, por absolutamente grotesca, extravagante y hasta esperpéntica, es ese discurso de fin de año con que los presidentes de comunidades autónomas se creen obligados a martirizar a sus administrados. Con decorados que pretenden una sencillez que niega el propio acto, creyendo que la colocación de los objetos, artilugios o elementos que aparecen en la grabación televisiva van a significar algo para los espectadores de esas ceremonias de indisimulada altivez y cesarismo, los políticos que mandan en las autonomías comparecen leyendo, con más o menos pericia y grado de competencia actoral, una lista de supuestos logros e imaginativos planes, que con gran ración de autobombo pretenden dibujar un brillante futuro no menos resplandeciente que el pasado descrito, sin que sombra alguna de autocrítica empañe la sinfonía de complacencia narcisista de todos estos inútiles remedos a pequeña escala del ya costosamente digerible discurso real

A principios de los años ochenta del pasado siglo, entre las primeras decisiones de las novísimas autoridades autonómicas (en algunos lugares preautonómicas) destacaban, y hay pruebas fehacientes, las órdenes de colocación de fotografías del presidente de la Autonomía (o Preautonomía) de que se tratase, en todos y cada uno de los despachos de todos y cada uno de los edificios públicos de todas y cada una de las localidades de todas (y cada una de) las provincias de la comunidad. La imposición, afortunadamente, no cuajó (o no del todo), más por colisiones de representatividad que por la voluntad de quienes, además de renovar a su capricho y antes que nada despachos, sillones y moquetas, ya habían posado en caros estudios fotográficos o ante reputados retratistas junto a la, en muchos lugares, recién inventada bandera. Y la soberbia reyezuela de muchos próceres autonómicos, que fue cuajándose a lo largo del tiempo y heredándose de legislatura a legislatura y de partido a partido, generó un corpus de protocolo representativo que hoy nada tiene que envidiar, ni en retribución económica de sus cargos ni mucho menos en casos de corrupción, a los más altos de la nación.

La poco recomendable experiencia de ver y escuchar uno tras otro los discursos de fin de año de los presidentes autonómicos (disponibles todos en Internet) informa más que cualquier tratado teórico de las servidumbres, tics, vicios y cegueras que el ejercicio de cierto poder acarrea, así como de la particular utilización de la información en los ámbitos de la gestión pública y la exasperante levedad del lenguaje político actual. Y constata también la enorme distancia que separa la imagen que los ciudadanos perciben de sus representantes de la que ellos creen proyectar.