La tentación de la inocencia, como Pascal Bruckner definió la inveterada y tan española tendencia a sentirse investido de santa indignación y a subirse en el púlpito de incontestable razón para lanzar desde allí los dardos del enojo, es lo que se observa por doquier en los sufridos españoles que ven cómo a su alrededor se agranda la extensión de la podredumbre y la corrupción. La tentación de la inocencia, que no es sino una suerte de oportunidad de autoabsolución ejercida sobre las pequeñas corrupciones propias que, en comparación con la marea de pellizcadores, mentirosos y ladrones king size que nos circundan, parecieran convertirse en anécdotas irrelevantes y en chiquilladas incondenables, puesto que la actual situación de podredumbre funciona mentalmente como un mecanismo centrípeto de limpieza para el indignado que, por comparación en el tamaño, hace como por encanto desaparecer las pequeñas transgresiones de uno mismo, esas ahora casi insignificantes ilegalidades particulares que contempladas desde la óptica y al lado de los enormes casos de corrupción no significan, o no parecen significar, lo que realmente son: el caldo de cultivo, el reflejo, el ejemplo y la mismísima génesis de la enorme inmoralidad y deshonestidad que hoy nos horrorizan.
La lista de las mil y una transgresiones voluntarias, picardías para el beneficio, ocultaciones interesadas, falsificaciones menores o ilegalidades veniales que en este país constituyen un hábito y en ciertos aspectos casi una norma, se revelan también como el origen de otras ilegalidades mayores cuyo tamaño únicamente las hace más notorias. Si es cierto que no puede compararse el fraude de un euro con el de un millón, y que el robaperas es más despreciable si además es el alcalde, no lo es menos que la moralización profunda que tanto se pregona en los últimos tiempos debería incluir un compromiso colectivo, de ejercicio individual, que contemplase una nueva visión de la ética ciudadana en cuanto la pertenencia de cada uno a una sociedad que se quiere honesta. Eso, claro, tendría que comenzar por el compromiso de no confiar (tampoco votar) a quienes no sean dignos de ello, sea cual sea el tamaño de su transgresión (y de nuestra decepción).
Vaya escrito aquí mi más absoluto desprecio por todos y cada uno de los que ejercen, toleran o propician la corrupción, sea en forma de robo, de mentira, de ocultamiento o de manipulación. Y también el convencimiento de que, si alguna enseñanza puede desprenderse de la hediondez que nos circunda, será la de crear antídotos de futuro para, al menos, proteger nuestra pituitaria. Y, sí, es verdad, no todas las corrupciones son iguales, pero también lo es que si unas son peores que otras, ninguna es mejor, ni siquiera la aparentemente pequeña de sólo quejarse. No hay corruptos y corruptitos como no hay asesinados y asesinaditos. Pero tal vez sí haya bobos... y bobitos.
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